Lo esperaba, lo anhelaba todas las
mañanas; también por las tardes cuando el sol y la faena de oficina conjugaban
sus ganas de irse a descansar. Allí seguía ella, alimentada por el deseo de
alegrar la rutina semanal con esa presencia que de tan ajena ya le resultaba
hasta propia. Qué podía hacer si se había enamorado sin razón y con mucha fe,
como debía ser. Vivía esclavizada de la sonrisa mal dirigida del tipo que
trabajaba en el edificio de enfrente, a un cruce de calle. Eran pocos
segundos cada vez, quizás -con suerte- minutos enteros, pero eso bastaba para
darle sentido a la ilusión y al suéter que iba tejiendo en la mente para poder
ponérselo cuando se atreviera a conocerlo de verdad.
Él estacionaba el coche frente a la
ventana que ella había atesorado como prisión de su fantasía y era entonces
cuando podía hasta olerlo. Él, inasible, iba y venía con la rutina. Y así, con
la inercia del día a día, a ella las noches le parecían imposibles y crueles.
Por eso sus bonos laborales, si se hubieran medido en horas físicas, habrían
aumentado desde el otoño en que él surgió por primera vez en su panorama. Empezó
a ser la primera en llegar al trabajo, la última en irse. Tenía que verlo
llegar como quien aspira al café de la mañana para dar sustento a la energía.
Lo veía irse, también, con la esperanza de que un día algo cambiara y él
regresara por ella, como habían sugerido sus sueños. Pero llegaba el fin de
semana y se le caía el guión. Por eso añoraba, como nadie más, los benditos
lunes.
No es entonces coincidencia que haya sido
un lunes cuando sucedió lo improbable. Él, oliendo a mañana fresca, con un movimiento
ligero de cabeza en forma de saludo ocasionó que el corazón cambiara de lugar
con el estómago. Entonces ella no tuvo más remedio que asimilar la sentencia
con dignidad y, tal vez, un poco de entusiasmo porque no había más: él sería su
perdición. Fue un gran día, la mañana transcurrió más lenta que su pulso, pero
su determinación era irrevocable: esa tarde se quitaría el miedo y hablaría con
él por primera vez. Desde luego no escatimó en decibeles cuando vio al otro
tipo acercarse a la escena que sólo le pertenecía a su amado. Era claro que se
trataba de un ladrón amateur cuya insipiencia le había ofuscado la visión de la
ventana. No había calculado que ella vigilaba aquel coche como si fuera una
extensión de su amor; aunque difícilmente alguien hubiera podido advertir la
obsesión que se había formado detrás de esos cristales siempre abiertos a la
esperanza. ¡Ladrón!, fue la última parte del discurso pues la combinación de
esas seis letras sólo alertó al individuo que no tuvo más atine que proyectar su
sorpresa hacia la vocecita que calló al instante.
Su cuerpo fue encontrado la mañana
siguiente. La autopsia incluía tres dictámenes en orden indistinto: al menos 5
horas, instantánea, calibre 22. En la oficina cada quien generó su propia
historia: que si había sido víctima de un posible asalto; que si una bala
perdida; que si algún amante frustrado; incluso alguien, seguramente de una
entidad oficial, mencionó ajustes y cuentas.
Él jamás se enteró, pero siempre se
preguntó qué habría sido de aquella mujer que lo observaba, a veces, desde la
ventana de enfrente. Algún día tomaría valor para preguntar por ella y, quizás,
invitarla a salir.
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