miércoles, octubre 18, 2017

RébsamenRébsamenRébsamen

A los huracanes se les pone nombre, como para identificar el peligro y personalizar el horror, supongo; a los temblores no, llegan sin aviso y se van sin bautizo. Quizás como ironía de que hay que aprender mucho más, el apellido de uno de los más grandes pedagogos mexicanos me ha repiqueteado tanto en esta sacudida; una tragedia, un drama y mi susto repetían RébsamenRébsamenRébsamen: el inconcebible infierno en una escuela y la lucha de una hija por encontrar a su madre en un edificio en la misma calle donde yo viví el temblor, RébsamenRébsamenRébsamen.
El mundo se nos detuvo moviéndose; en el momento preciso en que encendí el coche, después de ajustar a mi hijo en su asiento y antes de intentar avanzar, la tierra nos indicó su furia y la alarma sólo vino a corroborarnos el terror que ya vivíamos. Tal vez, si no hubiera sentido que el carro se iba a voltear, habría seguido el manual que indica que lo mejor es permanecer adentro, pero no había forma y los tecnicismos se me hicieron nada porque yo necesitaba la contención que tuve al abrazar a mi niño mientras sus tres cuestionadores años me insistían en saber qué estaba pasando. Se está moviendo la tierra, atiné a decirle mientras un perrito, diminuto y asustado, pasaba sobre mis pies y nuestra desesperación. Traté de llevarnos al camellón, donde una señora, prácticamente abrazada a las raíces de una palmera, deseaba rezar pero sólo podía gritarle a su Dios y darle la mano a su ¿nieto? que vociferaba lo que muchos sentíamos: “no me quiero morir, no me quiero morir”; era inútil, las olas que navegaban mi subsuelo se negaban a darnos tregua y así esperamos el suspiro de una eternidad a que pasara el movimiento. A como soy, sin duda yo también me hubiera tirado a la histeria pues las ganas no me faltaron, pero este niño, que en la vida real tiene el don de sacarme de quicio, en la pesadilla tuvo la sensatez de estar a mi lado para mantenerme cuerda y poder ordenarle que me abrazara y que siguiera mis indicaciones sin chistar, fingiendo, claro, porque la verdad es que la única seguridad que tenía era la inseguridad que sentía. ¿Están bien?, les pregunté a los de enfrente cuando nos quedamos estáticos. Asintieron al tiempo que me acerqué a la otra mamá con sus dos niñas y repetí la pregunta como queriendo afirmarme a mí misma que yo estaba bien.
Sería más tarde cuando entendería que la polvareda que nos inundó al regresar al coche era el terror que, a 300 metros de donde estábamos, sufría el 10% de las víctimas mortales de este sismo en la ciudad: mis vecinos. Sería tres semanas después cuando una mamá, a quien me había encontrado el 19 de septiembre en las puertas del kínder, me diría que ella, a 20 pasos de donde estaba yo, había escuchado cómo primero se había caído uno de los edificios y luego los demás. (Fight-or-flight response, le dicen, mi sistema parasimpático engendrado en cadenero de sonidos porque a mi antro sólo entró la nitidez de las voces a mi alrededor, pero ningún ruido ambiental.) Las calles, como todos, seguían en shock cuando avanzamos, y el semáforo tuerto, viéndome con una pestaña destartalada como mi ánimo, chocaba todavía con las chispas que corrían por las ruinas que hasta hacía segundos eran cables de luz. Tres veces rogué que no nos cayeran encima, las tres veces que crucé las calles hasta llegar a donde el pilar de mi vida me dijo, tras el camellón, las palabras que me unieron al cachito de alma que traía suspendida: mi bebita estaba bien, mi mamá también. Lloré cuando la vi llorando y nos abrazamos. Y, mientras intentamos inútilmente saber de los otros amores, arranqué hacia mi departamento para subir los 4 pisos y gritarle a Ceci que saliera conmigo: pero no he lavado las mamilas de la nena, me respondió y sonreímos cuando la abracé mientras cerrábamos el gas y las ganas de seguir en el edificio. No es que no estemos acostumbrados a los temblores; es frecuente decirnos quésustos en medio de alguna banqueta, o de afirmar que el de en turno había estado muy fuerte. Ese mediodía, allí afuera donde estaban casi todos mis vecinos y las gotas de las macetas desvencijadas en los balcones repiqueteaban en los nervios, nadie lo dijo, no hacía falta obviarnos tanto. Se cayó un edificio en Concepción, pasó gritando una vecina mientras el otro, temblando, nos decía que había derrumbes en Gabriel. Con el nudo en la garganta y los ojos vidriosos sólo pude repetir lo que acababa de escuchar en la radio: el epicentro fue en Morelos, por eso no avisó la alarma, carajo. ¡Carajo!
Batallamos un rato para abrir la puerta y, una vez adentro, abrazamos a Lourdes que barría la mezcla de cristales, vidrios, adornos y retazos de yeso hechos miedo. No pudo salir de la casa, sólo sintió la polvareda de las paredes internas del edificio contiguo y rezó y se aferró a un muro y esperó a que alguien llegara. Y, por puro privilegio, así lo hicimos, todos. Antes de las 2 ya estábamos completos, porque esta historia terrible no es nuestra y me da pena llorar cuando la tragedia te toca lejos estando tan cerca. Tan, tan cerca. Tan inmediata que no puedo ni imaginar qué habrá sentido cuando la escalera del edificio, donde estaba en una junta, empezó a soltar de sí; cuando caminó por la Condesa y la Roma hasta que no pudo más y corrió por Medellín, minutos antes de que se viniera abajo un edificio que ya olía a gas; cuando vio cómo sacaban a una bebé de la edad de su hija, casi inconsciente con una herida en la frente; cuando vio el edificio que ya no era, y el alboroto y el no saber y la angustia de nosotros; y al día siguiente, como recuerdo de lo que pudo haber sido y por suerte no fue, encontrar en su cabeza remanentes del cemento de algún escalón. El último en llegar, desde Patriotismo, había tenido suerte de que un taxi medio lo acercara, pero aún así vio y le bastó para echar a volar sus pesadillas y las piernas. Pocas veces nos hemos sentido tan injustamente afortunados porque la desdicha estaba alrededor de nosotros sin tocarnos. Poco podíamos hacer, me ofusqué por media hora intentando llamar al 911 o a los bomberos porque la vecina del edifico de al lado se había quedado atorada; llegaron avanzada la tarde y pudieron mover el librero y las puertas que la tenían encerrada. ¿Qué más? ¿Vaciar despensas, armar comidas, cafés? ¿Preguntar en el albergue de debajo de mi casa, pasar información? Se movió la tierra, abuelito, dictaminó el nieto de mi papá en cuanto lo vio. Sí, tembló, mi niñito, le respondió mi papá. ¿Tembló? ¿De miedo? Y nos reímos porque era eso o volvernos locos.
El despertar de la gente, parecían gritar todos esperanzados, emulando a la bondad que nos surgió por la misma tragedia 32 años antes. Pero además los contrastes. El temblor, quizás, movió también lo mejor y lo peor de quienes lo vivieron. No habían pasado ni dos horas del horror, y los albañiles de la obra de enfrente ya habían regresado a seguir trabajando; nada de sensibilidad de sus patrones: la avaricia de las inmobiliarias conjugada con la irresponsabilidad de las autoridades que se contaban al por mayor en su presencia pero no en su acción. Les tomó diez días después del sismo detener la obra mezquina del edificio del otro lado; diez días durante los cuales, vamos, ni pensar que los empresarios inmobiliarios sugirieran enviar a su gente con sus palas a menos de 300 metros para rescatar a otros, no, ellos siguieron martillando, trayendo camiones pesadísimos de cemento y materiales a una manzana donde, ahora se sabe, van a tener que demoler, al menos, dos edificios. Contrastes, contrastes. Al día siguiente, simplemente porque estábamos en zona bajo resguardo militar, fuimos visitados por muchos para ver si nos encontrábamos bien. Empezaba el mediodía cuando cuatro estudiantes de arquitectura de la UNAM trajeron su juicio voluntario y nos dieron paz: a un muro colindante con un cuarto, un clóset y un baño, el susto le sacó una arrugota de casi 2 metros de largo en 45 grados, y a nosotros las ganas de llorar cada que la vemos. No es estructural, nos consolaron de entrada y dictaminaron explicaciones preliminares mientras jugaban con los niños. A 6 kilómetros de allí, trabajadores de CFE se negaban a reestablecer el servicio de luz en el negocio si no pagábamos para los chescos más caros de la historia de la humanidad. Contrastes, contrastes, contrastes. Esa noche, también, mientras todavía había vida entre los escombros a dos cuadras de mi casa y no se podía pasar de tanto voluntario, vi a un diputado salir con sus maletas, huyendo de la zona de riesgo, ausentándose, quizás como su conciencia. Y la amiga que estudió hace veinte años en el Colegio Rébsamen, reiterándome que sí, que a ella no le cuesta creer todo lo malo que se dice sobre la codicia de la dueña. Entonces lloré de coraje por la existencia invisible de la cachetada con guante blanco porque, si ella, o él u otros políticos, o empresarios inhumanos, o ladrones que robaron pertenencias de los edificios abatidos, o criminales que frente a los edificios caídos aprovecharon el tráfico para robar a mano armada, o jefes prepotentes e inflexibles con quienes no tenían dónde dejar a sus hijos, o superiores en hospitales que regañaron la empatía de la doctora que publicó en redes sociales el deseo del paciente desesperado por saber de su familia, hubieran estado enterrados, seguro habrían abundado manos destrozadas para sacarlos, e inmediatamente me reconcilié con la vida porque sí, con eso prefiero quedarme: con los brazos que cargaron losas y no maletas de vacaciones.
Un sismo interplaca, nos explicarían después, ermitaño y no muy común, pero antes de saberlo y sin consultarles yo nos refugié en casa de mis papás: la palabra réplica me hacia ibid en la cabeza y hacía dos semanas habíamos padecido el temblor de la noche en el cuarto piso y la verdad es que gracias, pero no gracias. Y allí estuvimos 2 noches a la luz de las velas esperando mareados, tratando de dormir, escuchando las intermitencias de las ambulancias, de los helicópteros, de los vidrios barridos y, sobre todo, del crujido de los escombros mezclados con nuestros miedos. La tercera noche regresamos al departamento. ¿Oíste eso?, me preguntó. ¿Fueron aplausos, verdad? Le dije y nos asomamos al desierto de edificios que nos dividían de las dos manzanas del horror. Ojalá, pensamos, rogando porque siguieran sacando gente viva de las ruinas de sus hogares. Esa noche, por fin, pudimos dormir. No quise, no pude ver imágenes de nada los primeros días; bastante me valía con saber que instantáneamente se habían derrumbado por completo 8 edificios en menos de 700 metros radiales de mi vida diaria, y había cientos más en ruinas, suficiente con salir a la calle. Y entonces, involuntariamente, vi una publicación grosera del antes y después en donde ése estaba en primer lugar. ¿Cuántas veces habré subido ese elevador? El primer departamento del primer matrimonio de mi amiga de la que fui dama exclusiva en su boda. Conocer el lugar tan de cerca, saber que en otra dimensión pude haber sido yo y el sinsentido este del narcisismo conversacional que también les metió culpa a mis llantos porque ésta no fue mi tragedia. Por mucho que las imágenes me indicaran que esto les había pegado muy de cerca a mis recuerdos, a mi historia; aunque mi prima no podrá regresar siquiera a sacar sus cosas del edificio que tendrán que demoler, o que su hermano y su familia quién sabe cuándo puedan volver a su casa pues se les metieron a las ventanas las paredes de uno de los pisos del edificio de atrás; por más que Google Maps me rebote el 286 de Álvaro Obregón justo atrás del edificio donde pasé el primer lustro de mi vida. No, éste no ha sido nuestro drama y ante eso sólo queda agradecer y rogar por quienes sí tienen por qué llorar, por los padres, por los hijos, por los deudos de aquí, y también por los de allá donde de por sí.
Pero igual, en mero afán catártico, necesito decir que me duele mi burbuja, que detesto ver que está prohibido el paso por ser zona de riesgo. El perímetro Condesa-Narvarte-Del Valle en gran medida ha definido quién soy y no es broma cuando digo que siento cariño por mis calles, por estas tres colonias donde he vivido, a donde he traído a vivir a mis hijos y de donde no me quiero ir. Estos tres barrios que sufrieron tanto con este temblor, que lo siguen padeciendo y cuya desolación se nos respira en la cara. He vivido en otras ciudades, pero aquí, con todo y todo, tengo mi ancla y cuando hablo de estas tres las siento casi como si fueran un familiar, y tal vez. En la Condesa, por ejemplo, están mis primeros cinco años de vida y todas las tardes de mi infancia; están mis sábados familiares y los fines de bares; allí aprendí a nadar, a patinar, a tomar café. Estaba Don Hilario con nuestras bicicletas listas para ir a visitar a la tortuga del parque y darles de comer a los patos. La Condesa me sabe a michelada, a arroz con leche y a canción porque no puedo sino asociarla con las manos de mis abuelas enhebrándonos historias y felicidad. ¡Cómo no voy a adorar a la Condesa si mucho antes de hacerse hippie, fresa, cool o hípster, era mi moda! Siempre lo ha sido. Y ni qué decir de mis otras dos que son una. Respiro sus olores a tortillería, a estética, a tintorería y a gimnasios desproporcionados; en estas más de tres décadas que he vivido mis colonias, he visto a las tienditas de la esquina hacerse cafés y a las papelerías transformadas en Oxxos; a las casas de los abuelos de mis amigos convertidas en edificios de 6 pisos con roof garden y a los carriles de las calles reducirse a bolarditos. Aquí, en esta parte tan entrañable del planeta, aprendí a leer y a hacer amigos. Y yo no me quiero ir. El éxodo a mi alrededor es abrumador, pero yo no me quiero ir. Por eso también he llorado estas desdichas adyacentes, aunque no me pertenezcan. Por eso, y porque tenemos al ejército y a la Marina afuera de casa; y el polvo en todos lados, y el ardor de ojos, y los mocos y la tos y las molestias idiotas que no hacen sino recordarnos el desamparo de al lado.

E incluso con todo lo malo yo no me quiero ir; he vivido aquí, más en carne ajena que en propia -pero algo también- los horrores que muchos en esta ciudad; y he padecido casi todos los temblores en estos borradores de un lago prehistórico, como este que, para mí que viví también aquí el ‘85, es el que se ha sentido peor, quizás porque en el otro era una niña y ahora soy yo quien tiene niños. La explicación me ha rebotado en ironías: mi maestro de Física en la secundaria quedó huérfano en el primer 19S. Él fue quien nos enseñó los conceptos que ahora revolucionan a los medios de comunicación y a mi mente olvidadiza porque, nos dicen, el de hace 32 años fue de más magnitud (energía liberada en el epicentro), pero la intensidad (la propagación de esta energía en el subsuelo) de éste, debido a la aceleración que se sintió, fue mayor, explicó la UNAM; eso, aunado en algunos casos a la corrupción desidia de las autoridades que ha fomentado permitido una explotación desmedida del subsuelo ocasionó que los edificios viejos claudicaran; la caída de los nuevos de plano sí nada más la explica la mezquindad. El meollo del asunto, reclaman los expertos, es que seguirá temblando y que, si se siguieran los reglamentos de construcción y si se respetara una planeación decente de las ciudades, no tendría por qué morir gente. Se aplaude el que, 30 años, no, menos, 32 años después, exista el concepto de protección civil, de simulacro y demás; pero el nuevo 19S nos dejó muchas tareas, como la de exigir que no se siga sobrexplotando el subsuelo, como la proscripción del uso de tacones o calzado que impida un desalojo rápido, o el control ciudadano en la administración de recursos de reconstrucción (El movimiento Nosotrxs trae una propuesta interesantísima para la creación de un Fondo Único). Deseo con todo mi futuro que estos desastres no sólo sean calamidad sino factores que contribuyan a acelerar el desarrollo del espíritu democrático que venimos soñando, porque nada será normal de nuevo y vivir en pirámides que no se caigan no es opción. Tenemos mucho que aprender todavía y por eso espero que tu nombre, Enrique Rébsamen, siga siendo recordado como ejemplo educativo y no como catástrofe.