miércoles, octubre 18, 2017

RébsamenRébsamenRébsamen

A los huracanes se les pone nombre, como para identificar el peligro y personalizar el horror, supongo; a los temblores no, llegan sin aviso y se van sin bautizo. Quizás como ironía de que hay que aprender mucho más, el apellido de uno de los más grandes pedagogos mexicanos me ha repiqueteado tanto en esta sacudida; una tragedia, un drama y mi susto repetían RébsamenRébsamenRébsamen: el inconcebible infierno en una escuela y la lucha de una hija por encontrar a su madre en un edificio en la misma calle donde yo viví el temblor, RébsamenRébsamenRébsamen.
El mundo se nos detuvo moviéndose; en el momento preciso en que encendí el coche, después de ajustar a mi hijo en su asiento y antes de intentar avanzar, la tierra nos indicó su furia y la alarma sólo vino a corroborarnos el terror que ya vivíamos. Tal vez, si no hubiera sentido que el carro se iba a voltear, habría seguido el manual que indica que lo mejor es permanecer adentro, pero no había forma y los tecnicismos se me hicieron nada porque yo necesitaba la contención que tuve al abrazar a mi niño mientras sus tres cuestionadores años me insistían en saber qué estaba pasando. Se está moviendo la tierra, atiné a decirle mientras un perrito, diminuto y asustado, pasaba sobre mis pies y nuestra desesperación. Traté de llevarnos al camellón, donde una señora, prácticamente abrazada a las raíces de una palmera, deseaba rezar pero sólo podía gritarle a su Dios y darle la mano a su ¿nieto? que vociferaba lo que muchos sentíamos: “no me quiero morir, no me quiero morir”; era inútil, las olas que navegaban mi subsuelo se negaban a darnos tregua y así esperamos el suspiro de una eternidad a que pasara el movimiento. A como soy, sin duda yo también me hubiera tirado a la histeria pues las ganas no me faltaron, pero este niño, que en la vida real tiene el don de sacarme de quicio, en la pesadilla tuvo la sensatez de estar a mi lado para mantenerme cuerda y poder ordenarle que me abrazara y que siguiera mis indicaciones sin chistar, fingiendo, claro, porque la verdad es que la única seguridad que tenía era la inseguridad que sentía. ¿Están bien?, les pregunté a los de enfrente cuando nos quedamos estáticos. Asintieron al tiempo que me acerqué a la otra mamá con sus dos niñas y repetí la pregunta como queriendo afirmarme a mí misma que yo estaba bien.
Sería más tarde cuando entendería que la polvareda que nos inundó al regresar al coche era el terror que, a 300 metros de donde estábamos, sufría el 10% de las víctimas mortales de este sismo en la ciudad: mis vecinos. Sería tres semanas después cuando una mamá, a quien me había encontrado el 19 de septiembre en las puertas del kínder, me diría que ella, a 20 pasos de donde estaba yo, había escuchado cómo primero se había caído uno de los edificios y luego los demás. (Fight-or-flight response, le dicen, mi sistema parasimpático engendrado en cadenero de sonidos porque a mi antro sólo entró la nitidez de las voces a mi alrededor, pero ningún ruido ambiental.) Las calles, como todos, seguían en shock cuando avanzamos, y el semáforo tuerto, viéndome con una pestaña destartalada como mi ánimo, chocaba todavía con las chispas que corrían por las ruinas que hasta hacía segundos eran cables de luz. Tres veces rogué que no nos cayeran encima, las tres veces que crucé las calles hasta llegar a donde el pilar de mi vida me dijo, tras el camellón, las palabras que me unieron al cachito de alma que traía suspendida: mi bebita estaba bien, mi mamá también. Lloré cuando la vi llorando y nos abrazamos. Y, mientras intentamos inútilmente saber de los otros amores, arranqué hacia mi departamento para subir los 4 pisos y gritarle a Ceci que saliera conmigo: pero no he lavado las mamilas de la nena, me respondió y sonreímos cuando la abracé mientras cerrábamos el gas y las ganas de seguir en el edificio. No es que no estemos acostumbrados a los temblores; es frecuente decirnos quésustos en medio de alguna banqueta, o de afirmar que el de en turno había estado muy fuerte. Ese mediodía, allí afuera donde estaban casi todos mis vecinos y las gotas de las macetas desvencijadas en los balcones repiqueteaban en los nervios, nadie lo dijo, no hacía falta obviarnos tanto. Se cayó un edificio en Concepción, pasó gritando una vecina mientras el otro, temblando, nos decía que había derrumbes en Gabriel. Con el nudo en la garganta y los ojos vidriosos sólo pude repetir lo que acababa de escuchar en la radio: el epicentro fue en Morelos, por eso no avisó la alarma, carajo. ¡Carajo!
Batallamos un rato para abrir la puerta y, una vez adentro, abrazamos a Lourdes que barría la mezcla de cristales, vidrios, adornos y retazos de yeso hechos miedo. No pudo salir de la casa, sólo sintió la polvareda de las paredes internas del edificio contiguo y rezó y se aferró a un muro y esperó a que alguien llegara. Y, por puro privilegio, así lo hicimos, todos. Antes de las 2 ya estábamos completos, porque esta historia terrible no es nuestra y me da pena llorar cuando la tragedia te toca lejos estando tan cerca. Tan, tan cerca. Tan inmediata que no puedo ni imaginar qué habrá sentido cuando la escalera del edificio, donde estaba en una junta, empezó a soltar de sí; cuando caminó por la Condesa y la Roma hasta que no pudo más y corrió por Medellín, minutos antes de que se viniera abajo un edificio que ya olía a gas; cuando vio cómo sacaban a una bebé de la edad de su hija, casi inconsciente con una herida en la frente; cuando vio el edificio que ya no era, y el alboroto y el no saber y la angustia de nosotros; y al día siguiente, como recuerdo de lo que pudo haber sido y por suerte no fue, encontrar en su cabeza remanentes del cemento de algún escalón. El último en llegar, desde Patriotismo, había tenido suerte de que un taxi medio lo acercara, pero aún así vio y le bastó para echar a volar sus pesadillas y las piernas. Pocas veces nos hemos sentido tan injustamente afortunados porque la desdicha estaba alrededor de nosotros sin tocarnos. Poco podíamos hacer, me ofusqué por media hora intentando llamar al 911 o a los bomberos porque la vecina del edifico de al lado se había quedado atorada; llegaron avanzada la tarde y pudieron mover el librero y las puertas que la tenían encerrada. ¿Qué más? ¿Vaciar despensas, armar comidas, cafés? ¿Preguntar en el albergue de debajo de mi casa, pasar información? Se movió la tierra, abuelito, dictaminó el nieto de mi papá en cuanto lo vio. Sí, tembló, mi niñito, le respondió mi papá. ¿Tembló? ¿De miedo? Y nos reímos porque era eso o volvernos locos.
El despertar de la gente, parecían gritar todos esperanzados, emulando a la bondad que nos surgió por la misma tragedia 32 años antes. Pero además los contrastes. El temblor, quizás, movió también lo mejor y lo peor de quienes lo vivieron. No habían pasado ni dos horas del horror, y los albañiles de la obra de enfrente ya habían regresado a seguir trabajando; nada de sensibilidad de sus patrones: la avaricia de las inmobiliarias conjugada con la irresponsabilidad de las autoridades que se contaban al por mayor en su presencia pero no en su acción. Les tomó diez días después del sismo detener la obra mezquina del edificio del otro lado; diez días durante los cuales, vamos, ni pensar que los empresarios inmobiliarios sugirieran enviar a su gente con sus palas a menos de 300 metros para rescatar a otros, no, ellos siguieron martillando, trayendo camiones pesadísimos de cemento y materiales a una manzana donde, ahora se sabe, van a tener que demoler, al menos, dos edificios. Contrastes, contrastes. Al día siguiente, simplemente porque estábamos en zona bajo resguardo militar, fuimos visitados por muchos para ver si nos encontrábamos bien. Empezaba el mediodía cuando cuatro estudiantes de arquitectura de la UNAM trajeron su juicio voluntario y nos dieron paz: a un muro colindante con un cuarto, un clóset y un baño, el susto le sacó una arrugota de casi 2 metros de largo en 45 grados, y a nosotros las ganas de llorar cada que la vemos. No es estructural, nos consolaron de entrada y dictaminaron explicaciones preliminares mientras jugaban con los niños. A 6 kilómetros de allí, trabajadores de CFE se negaban a reestablecer el servicio de luz en el negocio si no pagábamos para los chescos más caros de la historia de la humanidad. Contrastes, contrastes, contrastes. Esa noche, también, mientras todavía había vida entre los escombros a dos cuadras de mi casa y no se podía pasar de tanto voluntario, vi a un diputado salir con sus maletas, huyendo de la zona de riesgo, ausentándose, quizás como su conciencia. Y la amiga que estudió hace veinte años en el Colegio Rébsamen, reiterándome que sí, que a ella no le cuesta creer todo lo malo que se dice sobre la codicia de la dueña. Entonces lloré de coraje por la existencia invisible de la cachetada con guante blanco porque, si ella, o él u otros políticos, o empresarios inhumanos, o ladrones que robaron pertenencias de los edificios abatidos, o criminales que frente a los edificios caídos aprovecharon el tráfico para robar a mano armada, o jefes prepotentes e inflexibles con quienes no tenían dónde dejar a sus hijos, o superiores en hospitales que regañaron la empatía de la doctora que publicó en redes sociales el deseo del paciente desesperado por saber de su familia, hubieran estado enterrados, seguro habrían abundado manos destrozadas para sacarlos, e inmediatamente me reconcilié con la vida porque sí, con eso prefiero quedarme: con los brazos que cargaron losas y no maletas de vacaciones.
Un sismo interplaca, nos explicarían después, ermitaño y no muy común, pero antes de saberlo y sin consultarles yo nos refugié en casa de mis papás: la palabra réplica me hacia ibid en la cabeza y hacía dos semanas habíamos padecido el temblor de la noche en el cuarto piso y la verdad es que gracias, pero no gracias. Y allí estuvimos 2 noches a la luz de las velas esperando mareados, tratando de dormir, escuchando las intermitencias de las ambulancias, de los helicópteros, de los vidrios barridos y, sobre todo, del crujido de los escombros mezclados con nuestros miedos. La tercera noche regresamos al departamento. ¿Oíste eso?, me preguntó. ¿Fueron aplausos, verdad? Le dije y nos asomamos al desierto de edificios que nos dividían de las dos manzanas del horror. Ojalá, pensamos, rogando porque siguieran sacando gente viva de las ruinas de sus hogares. Esa noche, por fin, pudimos dormir. No quise, no pude ver imágenes de nada los primeros días; bastante me valía con saber que instantáneamente se habían derrumbado por completo 8 edificios en menos de 700 metros radiales de mi vida diaria, y había cientos más en ruinas, suficiente con salir a la calle. Y entonces, involuntariamente, vi una publicación grosera del antes y después en donde ése estaba en primer lugar. ¿Cuántas veces habré subido ese elevador? El primer departamento del primer matrimonio de mi amiga de la que fui dama exclusiva en su boda. Conocer el lugar tan de cerca, saber que en otra dimensión pude haber sido yo y el sinsentido este del narcisismo conversacional que también les metió culpa a mis llantos porque ésta no fue mi tragedia. Por mucho que las imágenes me indicaran que esto les había pegado muy de cerca a mis recuerdos, a mi historia; aunque mi prima no podrá regresar siquiera a sacar sus cosas del edificio que tendrán que demoler, o que su hermano y su familia quién sabe cuándo puedan volver a su casa pues se les metieron a las ventanas las paredes de uno de los pisos del edificio de atrás; por más que Google Maps me rebote el 286 de Álvaro Obregón justo atrás del edificio donde pasé el primer lustro de mi vida. No, éste no ha sido nuestro drama y ante eso sólo queda agradecer y rogar por quienes sí tienen por qué llorar, por los padres, por los hijos, por los deudos de aquí, y también por los de allá donde de por sí.
Pero igual, en mero afán catártico, necesito decir que me duele mi burbuja, que detesto ver que está prohibido el paso por ser zona de riesgo. El perímetro Condesa-Narvarte-Del Valle en gran medida ha definido quién soy y no es broma cuando digo que siento cariño por mis calles, por estas tres colonias donde he vivido, a donde he traído a vivir a mis hijos y de donde no me quiero ir. Estos tres barrios que sufrieron tanto con este temblor, que lo siguen padeciendo y cuya desolación se nos respira en la cara. He vivido en otras ciudades, pero aquí, con todo y todo, tengo mi ancla y cuando hablo de estas tres las siento casi como si fueran un familiar, y tal vez. En la Condesa, por ejemplo, están mis primeros cinco años de vida y todas las tardes de mi infancia; están mis sábados familiares y los fines de bares; allí aprendí a nadar, a patinar, a tomar café. Estaba Don Hilario con nuestras bicicletas listas para ir a visitar a la tortuga del parque y darles de comer a los patos. La Condesa me sabe a michelada, a arroz con leche y a canción porque no puedo sino asociarla con las manos de mis abuelas enhebrándonos historias y felicidad. ¡Cómo no voy a adorar a la Condesa si mucho antes de hacerse hippie, fresa, cool o hípster, era mi moda! Siempre lo ha sido. Y ni qué decir de mis otras dos que son una. Respiro sus olores a tortillería, a estética, a tintorería y a gimnasios desproporcionados; en estas más de tres décadas que he vivido mis colonias, he visto a las tienditas de la esquina hacerse cafés y a las papelerías transformadas en Oxxos; a las casas de los abuelos de mis amigos convertidas en edificios de 6 pisos con roof garden y a los carriles de las calles reducirse a bolarditos. Aquí, en esta parte tan entrañable del planeta, aprendí a leer y a hacer amigos. Y yo no me quiero ir. El éxodo a mi alrededor es abrumador, pero yo no me quiero ir. Por eso también he llorado estas desdichas adyacentes, aunque no me pertenezcan. Por eso, y porque tenemos al ejército y a la Marina afuera de casa; y el polvo en todos lados, y el ardor de ojos, y los mocos y la tos y las molestias idiotas que no hacen sino recordarnos el desamparo de al lado.

E incluso con todo lo malo yo no me quiero ir; he vivido aquí, más en carne ajena que en propia -pero algo también- los horrores que muchos en esta ciudad; y he padecido casi todos los temblores en estos borradores de un lago prehistórico, como este que, para mí que viví también aquí el ‘85, es el que se ha sentido peor, quizás porque en el otro era una niña y ahora soy yo quien tiene niños. La explicación me ha rebotado en ironías: mi maestro de Física en la secundaria quedó huérfano en el primer 19S. Él fue quien nos enseñó los conceptos que ahora revolucionan a los medios de comunicación y a mi mente olvidadiza porque, nos dicen, el de hace 32 años fue de más magnitud (energía liberada en el epicentro), pero la intensidad (la propagación de esta energía en el subsuelo) de éste, debido a la aceleración que se sintió, fue mayor, explicó la UNAM; eso, aunado en algunos casos a la corrupción desidia de las autoridades que ha fomentado permitido una explotación desmedida del subsuelo ocasionó que los edificios viejos claudicaran; la caída de los nuevos de plano sí nada más la explica la mezquindad. El meollo del asunto, reclaman los expertos, es que seguirá temblando y que, si se siguieran los reglamentos de construcción y si se respetara una planeación decente de las ciudades, no tendría por qué morir gente. Se aplaude el que, 30 años, no, menos, 32 años después, exista el concepto de protección civil, de simulacro y demás; pero el nuevo 19S nos dejó muchas tareas, como la de exigir que no se siga sobrexplotando el subsuelo, como la proscripción del uso de tacones o calzado que impida un desalojo rápido, o el control ciudadano en la administración de recursos de reconstrucción (El movimiento Nosotrxs trae una propuesta interesantísima para la creación de un Fondo Único). Deseo con todo mi futuro que estos desastres no sólo sean calamidad sino factores que contribuyan a acelerar el desarrollo del espíritu democrático que venimos soñando, porque nada será normal de nuevo y vivir en pirámides que no se caigan no es opción. Tenemos mucho que aprender todavía y por eso espero que tu nombre, Enrique Rébsamen, siga siendo recordado como ejemplo educativo y no como catástrofe.

domingo, octubre 07, 2012

La llave del Caribe


Mi abuela estaba orgullosa de que, en el comedor de su casa, la Guerra Fría de finales de los setenta no era sino una comedia familiar. Con dos de sus nietos apoderados de la mesa y ejemplificando la incoherencia: mi hermano gringo de dos años batallando en su español machucado de inglés y mi primahermana habanera ordenando ‘oiga, compañera’ desde su autoridad infantil. En ese contexto vine al mundo. Y así fue como, veinte años después, me dio por invertir un verano y dos materias en Cuba, y llegué con mi grupo de la universidad al aeropuerto de La Habana a causar gracia: “Estos son los que vienen a ‘estudiar’ la materia Relación EstadosUnidos-Cuba”, decía alguien en migración mientras otro respondía, “pues su materia durará un segundo, ¿o qué a ustedes nadie les avisó que no existe tal cosa?”. Éramos el hazmerreír de las aduanas, con nuestras maletas cargadas de lápices, plumas, pastas de dientes y demás menesteres diarios que nos advirtieron servirían de moneda de cambio. Y nuestras esperanzas de que aquélla sería una aventura llena de azúcar y mojitos y salsa y clichés.  
A los 20 años Castro ya había emprendido su primera expedición para derrocar a un dictador vecino, El Trujillo que yo había conocido solamente por prosa de Vargas Llosa. Yo, en cambio, a los 20 años ya me había puesto y quitado playeras del Ché y mi interés social se consumaba en bares, no en revoluciones. Aún así sentía que necesitaba conocer la Cuba de la que hablaba con entusiasmo mi tío el revolucionario, la Cuba que me siguió explicando con añoranza y rencor la gran amiga pinareña que hice en Madrid a los 16: la Cuba de Fidel. Y sentía que le debía a mi abuela mi percepción de la Cuba que ella no conoció bien porque emigró del país que la vio nacer en los años cuarentas.
No me acuerdo del ballet acuático de El Nacional ni del Tropicana, pero jamás olvidaré las tardes eternas de fila para los cinco minutos que duraban sin derretirse las nieves en Coppelia. Y, frente a la heladería más grande, discriminatoria y deliciosa que ha pasado por mi existencia, el cine más plural y democrático que se haya conocido. Fue allí donde, por única vez he visto a las personas interactuar con la pantalla: aplaudían, gritaban, daban órdenes a los actores y a mí me cobraban a precio de cubana. A los cubanos se les hacía fácil verme cara de nativa, y a mí se me hacía fácil imitar un acento con el que crecí. Mis amigos lo disfrutaban y se reían a mis espaldas, pero cuando llegaba con 5 boletos de cine a precios locales y no de turistas, nuestra vida de estudiantes me lo agradecía. Y mis amigos también disfrutaban cuando por política estatal sólo a mí me pedían el pasaporte. Con la cara de connacional iba incluida una triste premisa: una jovencita en el coche con extranjeros sólo podía cobrar. No, oficial, no soy jinetera, soy mexicana, explicaba alimentando el absurdo. Un día, incluso, tuve que cantarle a un policía nacional el himno mexicano, imitar a Cantinflas y recitar lo que me acordaba de la historia de México mientras mi amiga iba al hotel por mi pasaporte. Patria o muerte, dictaba la consigna del anuncio espectacular con la imagen de Camilo Cienfuegos mientras el poli me interrogaba.
No me acuerdo bien de Varadero, o de la Fortaleza del Morro; pero recuerdo un bar de jazz con nombre de personajes de fábula y un antro en el que predominaban oriundos y los extranjeros éramos poco menos que minoría. El hombre que, en el centro cultural donde estudiábamos nos cobraba 50 centavos de dólar por los expresos, nos había llevado a conocer la verdadera fiesta habanera. Fue así como, al calor de tres refrescos bautizados con ron adulterado, amistamos con las niñas que esa noche no trabajaban en la zona turística y hacían fila junto con nosotras en el baño -como en todo el mundo, capitalista, socialista, de primer o tercer nivel, los baños de mujeres siempre escasean y no hay quien defienda nuestro derecho a hacer pipí dignamente. Alguna del grupo mexicano le preguntó a la chiquita que estaba frente a mí por qué se prostituía si estudiaba la universidad como nosotras y no se veía con algún problema nutricional, ella, sonriendo, tomó mi blusa con su mano derecha y con la izquierda la señaló: para poder tener lujos como esto, dijo y nos calló cualquier otra moralidad. Y la imagen del Ché en la pared frente al bar nos recordaba: sigues en el corazón del pueblo.
También me acuerdo de la tarde en la que compré, en una pastelería francesa de la zona turística donde vivía, un flan que llegaría casi descuajado después de una hora de caminata a 40 grados por la avenida 23 y que encontré como única cortesía a la invitación a cenar que me habían agendado antes de llegar a Cuba. Para esas alturas del viaje ya les había tomado aversión a los taxis después de haber sido casi expulsada de un Moscovitch del ‘70 una tarde lluviosa de resbalones por el Malecón. Tuve la intención de tomar coger una guagua, pero como yo, el plan era generalizado y el sobrecupo me invitó a seguir caminando. Cuando llegué a la casa de la-mamá-del-sobrino-de-mi-primahermana lo primero que vi fue al niño jugando con mi primer Nintendo, el que mi hermano y yo estrenamos y desechamos cuando una nueva versión salió. No era la opulencia del Barrio de Miramar ni por casualidad, sin embargo la casa se veía cuidada y respetada por el tiempo. La familia de Miami, de ella; la familia del hermano de mi primahermana, de México, eran variables clave en la ecuación. Ella, una de las pocas de su generación que escapó al futuro de tener un nombre ruso tropicalizado, estudió su doctorado en computación en Moscú. Se oía imponente, pero impotente era la sensación que dejaba saber que su salario mensual era de 13 dólares; en cambio su primo, quien no había terminado el bachillerato –obligatorio por el Estado, por cierto-, ganaba eso por 3 maletas cargadas en el Hotel Plaza, y seguro más por las comisiones generadas en el mercado negro de puros. Las diferencias más crudas de una de las mayores quejas del capitalismo eran evidenciadas en el socialismo mal practicado que desde hacía ya rato llevaba dirigiendo la autodefinida y ensimismada “Llave del Caribe”. El ejemplo de lo que el sueño cubano tenía que ser se quedó atrás, en algún momento muy, muy antes del Periodo Especial. Esa noche terminé un poco-muy desmoralizada de Cuba y supe lo que había estado intuyendo: la utopía había cruzado la frontera de la corrupción, y eso dolía más que un gobierno a priori desleal.
Y deslealmente era como mi estómago sentía que lo estaba tratando. A las dos semanas de desayunar huevos duros o revueltos en vinagre, y de comer (en un “paladar” nada apetecible) cajitas de arroz congrí y algo como carne de cerdo, mi estómago capitalista añoraba una hamburguesa. Fue así como, à la Scarlett O’Hara, una de esas tardes infames de hambre payasa nos juramos no volver a la isla hasta que no hubiera un McDonald’s en el Malecón –o regresáramos con presupuesto de turista y no de estudiante. Lo contamos como risa y frivolidad en la recepción que nos hizo la embajada; disfrutamos también el festín de langosta y jugo de mango que nos prepararon unos campesinos cerca de Cienfuegos. Además, nuestra exageración rallaba en la grosería porque nos íbamos en unas semanas más y pronto regresaríamos a la vida cómoda; mientras, la gente en Cuba ha seguido viviendo de libretas, de que esa semana lleguen lápices o playeras iguales para todos y la proteína habrá de salir de la buena organización de las familias que han sido precavidas o de la esperanza de que el siguiente lunes llegará el pollo. Antiimperialistas, gritaban en un letrero las caricaturas de Camilo, Fidel y el Ché.
La Cuba que viví ese verano también sufría de eufemismos que daban para concurso de Pachuca, a falta de Coca-Cola imperialista, en todos lados encontrábamos Tropi-Cola o Tu-Cola; entonces nos poníamos elegantes en la pronunciación: tengo Tu-Cola bien fría en la hielera, ¿quieres Tu-Cola en el mar? Y sí, también se podría hacer un programa de comedia con las indicaciones que uno recibe cuando viaja en coche por los caminos cubanos. Disculpe, ¿sabe cómo llego a Santa Clara?, pregunta uno ilusamente para obtener a un primer entusiasta: puej coge todo rejto, rejto unas 2.4 millas hajta que vea una fuente, una fuente con agua que hace shshsh y allí vira a la derecha y va a ver una casa azulazul como el cielo y allí en esa casa va a está don Manuel en su mecedora, allí le pide indicacionea don Manue. 2.4 millas después, una fuente y una caza azulazul como el cielo, don Manuel nos indicaba: ah, para Santa Clara tienen que cogé todo rejto, rejto y van a pasá un paque, un paque con niño' jugando con la pelota y el paque todo vedevede, despué viran a la izquieda hata que den con una glorieta y tienen que vira y vira y vira la glorieta –y don Manuel viraba y viraba y viraba mientras nos indicaba-, allí va a habe… ad infinitum. O un reality show barato cuando nos dimos cuenta, en medio de una tarde selvática, cómo a nuestros coches rentados les habían modificado el medidor de gasolina y, cuando creíamos que la reserva entraba en funciones era que ya estábamos en ceros. A mí no me hablaban Eleguá o Yemanyá, era Oshún quien me regía, me dijo la santera que me leyó los caracoles. Esa tarde, mientras junto a mi amiga terminé compartiendo lugar con unas pacas de paja en una carreta que nos dirigía a la gasolinera más cercana de aquél reparto selvático, le recé caridades a Oshún y le canté canciones de HombresG. Algo le habrá parecido bien a la orisha pues ahora nos reímos de la aventura como anécdota. Y también nos reímos de cuando la otra dejó las llaves del coche adentro en Playa Girón y sentíamos que íbamos a morir de mosquitos porque en el fondo Kennedy no nos caía tan mal.
Lo que no nos dio risa fue habernos despertado tarde para el evento que teníamos programado desde siempre. Fidel hablaría esa mañana de finales de junio de 2001 relativamente cerca de nuestro hotel y, como se sabía, sus discursos eran casi tan duraderos como su vida en el poder, así que tomamos las cosas con calma. Yo era la segunda en bañarme y, mientras estaba en la regadera alcancé a escuchar el alboroto, era como si toda La Habana, toda Cuba se hubiera paralizado con el acontecimiento. Salí como me he acostumbrado en México a salir de la regadera cuando tiembla y encontré a mis amigas-roomies pálidas como yo: Fidel se desmayó. Era su primera muestra de debilidad física pública y la primera vez que un discurso se quedaba paralizado (así como la arquitectura de su país y la doctrina que ha impartido). Firmeza y coraje, repetían los letreros en una carretera cercana. Eso es lo único, tal vez. De Cuba también recuerdo los flashazos como aquél del salón de la Universidad de la Habana donde nos dieron la clase sobre el aborto y la escasa mortalidad materna salud pública y las verdaderas bondades que muchos aplaudimos como derecho humano; allí, una imagen del Ché colgaba a la misma altura en la cual en mi colegio las monjas habían colocado un crucifijo. Doctrinas, ritmos, muchos colores y una señora exigiéndome en la calle que le diera mi chamarra de mezclilla. ¿Por qué?, la enfrenté con la valentía que me dio estar rodeada de 16 personas que hubieran saltado en mi favor. Porque yo no tengo una, me respondió. Pero si te la doy yo ya no voy a tener, le respondí más por necia que por querer razonar: ya estaba escrito que esa chamarra no regresaría conmigo a México. Un cocotaxi; un concierto cerca del Capitolio; el carnaval en Trinidad del Sancti Spiritus; mi interrupción involuntaria y de pena propia y ajena en la filmación de un programa de televisión estatal; la cruda que sostengo por las cajetillas de Romeo y Julieta que consumieron mis pulmones y el ambiente; el sacrificio de palomas de los santeros en la Habana Vieja; Compay Segundo cantando Chan Chan mientras bailo con mi amigo el del espíritu revolucionario y comprometido que dejó hasta el cuerpo en África hace 3 años, casi como el Ché hace 45 en Bolivia; y el letrero con la foto inmortal del segundo: “Tu ejemplo y tus ideas perduran”.

domingo, junio 03, 2012

Un siglo



A mi abuela Luisa la he llorado más de adulta que de niña. La de ella fue la primera pérdida de alguien cercano a mi vida diaria y a mi corazón. No lloré cuando nos dijeron que su cuerpo había dejado de sufrir y que ya estaba descansando, en parte porque no entendía, porque no tenía la capacidad para asimilar un concepto que hasta ese momento desconocía. Vi las lágrimas de mi hermano y fue entonces cuando algo dentro se desmoronó. Pero yo, que lloro a la menor provocación con anuncios de la tele o en los zoológicos, fui incapaz de encontrarle humedad al dolor de esa mañana de finales de diciembre. Luego pensé en mi mamá y la primera angustia real recorrió mis diez años de edad: en la muerte de mi abuela sólo mis vivos me pasaron por la mente.
Con el tiempo fui creciendo el duelo y es así como de pronto me da por invocar el brocado de su eterna bata gris que recuerdo mal porque era azul; sus lentes colgados del cuello; sus canas distraídas y a medias. Mi abuela anunciaba su presencia con el sonido incansable de sus llaves pegadas al corazón: la clave para abrir el tesoro de su clóset repleto de kitkats y maravillas que resultaban impensables en la prehistórica existencia prelibrecomercio™ de mi niñez. Jamás me negó un capricho, al contrario, le gustaba que fuera flaca y que comiera chocolate sin medida. Me defendía porque yo era necia hasta en mis hábitos alimenticios. Nos caíamos bien y ésa es una de las pocas certezas que he tenido en la vida. Leguleya, me decía sin que yo le encontrara importancia a la sentencia.

Mis abuelas eran artistas y era un placer verlas trabajar. El último vestido que hizo mamá Luisa fue el de mi primera comunión. Y uno de los talentos de mi abuela era su capacidad absoluta para lograr que cualquiera se sintiera hermosa, hasta su nieta chimuela cuyo corte à la Heidi había dejado casi pelona; pero ese vestido era un sueño que, inconsciente e infructuosamente, quise emular 20 años después para mi boda. En el garage -como ellas le decían a su taller de alta costura- un radio gris y maltrecho acompañaba los silbidos indescifrables de mis abuelas. No les gustaba que los niños tomaran café, pero a los nueve años, cuando me hacían las últimas pruebas del vestido, supliqué y accedieron. Más de dos décadas después yo sigo sin saber silbar pero mantengo el vergonzoso vicio de sopear galletas saladas en los expresos disfrazados de “buchitos” cubanos. Y ahora, sobre todo cuando llueve, me da por extrañar esas tardes que me enseñaron el placer de tomar un café entre mujeres.

Mi abuela también tenía errores y su concepto de refresco era una decepción que iba del agua de limón a la de jamaica; jamás una Coca-Cola -veneno de enfermos y anhelo de nietos. Para ella todo tenía solución con comida: cuando la loca del parque me tiró de la bicicleta, pan sin migajón; cuando me enterré la aguja en la rodilla y me tuvieron que llevar al hospital, leche; cuando la pelea de perros, queso; para el dolor de cabeza, cualquier fruta; y, para las mascotas de sus nietos, uvas. Y eso, una de las tardes de café resultó en la llegada de mi primera mascota. Las historias de doña Luisa y su adorada maltesa blanca se convirtieron en la obsesión de mi mente infantil y le rogaba al mundo porque algún día yo también pudiera ser amiga de un bichito y pintar sus uñas de rojo. El sábado que Medu ingresó a la familia fue producto de una coincidencia y la insistencia en un trato que le imploré desde siempre a mi mamá: si y sólo si encontrábamos una perrita como la que tuvo mi abuela en su juventud, podríamos adoptar a un animalito. Era el día de comida familiar en casa de mis abuelas y yo tenía una segunda ilusión, no veía la hora de poder presentar a Medu con mi tía abuela Luisa: se adoraron desde el primer instante y entonces sí me prohibió tajantemente pintarle las uñas pues esos arrebatos correspondían a profesionales como ella. Tan bien me conocía que hasta ayer he sido incapaz de pintar mis propias uñas sin ocasionar daños endógenos o al mobiliario cercano.
Mamá Luisa soñaba premoniciones y justicia social. Cuando el postre llegaba a la mesa de las comidas familiares, los nietos sabíamos que era nuestro momento de huir para inventar un parque de diversiones en el cuarto de las abuelas o una nave espacial en el desván del taller. Entonces los adultos gritaban, debatían, intentaban arreglar un mundo que yo desconocía; la voz más fuerte era la de ella y su lucidez se pronunciaba en la mejor mezcla de acento cubano-asturiano-mexicano que se ha escuchado jamás. Años después de su partida viví en sus tres tierras y en ninguno de los lugares pude distinguir sus tonos; la señora se las había ingeniado para crear su propia melodía que al día de hoy ronda todavía ligada a mi concepto de infancia.
Mi mamá Luisa cumple 100 años. Cumpliría, dicen quienes creen que ya no está aquí. Yo creo, como ella, que todos nos quedamos de una u otra forma, que somos un ciclo que se apaga para volver a encenderse. Polvo químico, tabiques de planetas, estrellas, algo. Y su luz -su magia blanca- sigue brillando tanto que cuesta trabajo no sentirla bajando las escaleras de mármol negro o cuando el viento silba algún bolero.

miércoles, mayo 23, 2012

Acechante


Lo esperaba, lo anhelaba todas las mañanas; también por las tardes cuando el sol y la faena de oficina conjugaban sus ganas de irse a descansar. Allí seguía ella, alimentada por el deseo de alegrar la rutina semanal con esa presencia que de tan ajena ya le resultaba hasta propia. Qué podía hacer si se había enamorado sin razón y con mucha fe, como debía ser. Vivía esclavizada de la sonrisa mal dirigida del tipo que trabajaba en el edificio de enfrente, a un cruce de calle.  Eran pocos segundos cada vez, quizás -con suerte- minutos enteros, pero eso bastaba para darle sentido a la ilusión y al suéter que iba tejiendo en la mente para poder ponérselo cuando se atreviera a conocerlo de verdad.
Él estacionaba el coche frente a la ventana que ella había atesorado como prisión de su fantasía y era entonces cuando podía hasta olerlo. Él, inasible, iba y venía con la rutina. Y así, con la inercia del día a día, a ella las noches le parecían imposibles y crueles. Por eso sus bonos laborales, si se hubieran medido en horas físicas, habrían aumentado desde el otoño en que él surgió por primera vez en su panorama. Empezó a ser la primera en llegar al trabajo, la última en irse. Tenía que verlo llegar como quien aspira al café de la mañana para dar sustento a la energía. Lo veía irse, también, con la esperanza de que un día algo cambiara y él regresara por ella, como habían sugerido sus sueños. Pero llegaba el fin de semana y se le caía el guión. Por eso añoraba, como nadie más, los benditos lunes. 
No es entonces coincidencia que haya sido un lunes cuando sucedió lo improbable. Él, oliendo a mañana fresca, con un movimiento ligero de cabeza en forma de saludo ocasionó que el corazón cambiara de lugar con el estómago. Entonces ella no tuvo más remedio que asimilar la sentencia con dignidad y, tal vez, un poco de entusiasmo porque no había más: él sería su perdición. Fue un gran día, la mañana transcurrió más lenta que su pulso, pero su determinación era irrevocable: esa tarde se quitaría el miedo y hablaría con él por primera vez. Desde luego no escatimó en decibeles cuando vio al otro tipo acercarse a la escena que sólo le pertenecía a su amado. Era claro que se trataba de un ladrón amateur cuya insipiencia le había ofuscado la visión de la ventana. No había calculado que ella vigilaba aquel coche como si fuera una extensión de su amor; aunque difícilmente alguien hubiera podido advertir la obsesión que se había formado detrás de esos cristales siempre abiertos a la esperanza. ¡Ladrón!, fue la última parte del discurso pues la combinación de esas seis letras sólo alertó al individuo que no tuvo más atine que proyectar su sorpresa hacia la vocecita que calló al instante.
Su cuerpo fue encontrado la mañana siguiente. La autopsia incluía tres dictámenes en orden indistinto: al menos 5 horas, instantánea, calibre 22. En la oficina cada quien generó su propia historia: que si había sido víctima de un posible asalto; que si una bala perdida; que si algún amante frustrado; incluso alguien, seguramente de una entidad oficial, mencionó ajustes y cuentas.
Él jamás se enteró, pero siempre se preguntó qué habría sido de aquella mujer que lo observaba, a veces, desde la ventana de enfrente. Algún día tomaría valor para preguntar por ella y, quizás, invitarla a salir.

*** 

jueves, marzo 01, 2012

Inteligencia no restringida

Lloré como idiota, tal vez buscando recrear el mar en el que los he visto, quizás en tono de culpabilidad por ser parte de una comunidad humana que no ha sido justa ni consigo misma -mucho menos con otras especies. Sí, sí, también pudieron ser las hormonas, pero nadie me puede quitar el sentimiento de asombro al saber que las ballenas del Ártico, muchas con más de 200 años de edad, huyen de los humanos porque tienen memoria de aquellas expediciones para arponearlas. Una de ellas, decía el documental que duró 3 horas disfrazadas de segundos, tenía todavía incrustado un hierro horrendo de los que se usaban para cazarlas a finales del siglo XIX. Llámenme intolerante, pero no aceptaré que nadie me diga que estos gigantes no tienen un lenguaje y una socialización mucho más intensa que los que yo tengo con mis compañeros de clase. Yo, que a veces no logro acordarme de lo que hice hace unos días, tengo todo el derecho del mundo a estar admiradísima de la capacidad de recordación y asociación de estos bichos.

Y todavía hay quienes cazan ballenas, hoy. Y todavía hay quienes creen que estos animalitos no son inteligentes.


Watch The Oldest Mammal on the Planet on PBS. See more from Nature.



Cuenta la leyenda –y ella misma- que una prima de mi papá, paseando en el Pacífico, se cayó de la lancha (hasta aquí parece como entrada de chiste tragedioso, pero denme chance). Una vez en el mar, la pobre no se dio cuenta ni cómo, pero un delfín la empezó a empujar hacia la orilla –que no estaba tan cerca como para verse desde donde había acuatizado. Y así, espiraculazo tras espiraculazo, la tía arenizó y el delfín regresó a su día normal, dejando a media humanidad vacacionista en estado de perplejidad absoluta.
       
Al documental, no contento con haberme hecho llorar, le dio por ilustrar las irredentas maravillas que los delfines son capaces de hacer más allá de SeaWorld. Como aquello de verse e identificarse en el espejo: “self-awareness”, como se le conoce. Una exclusiva que muchos creían solo asociada con los humanos, y tómala. Además, así como si fuera poco, hay una bandita de delfines en Florida que ha creado una logística de pesca que ya quisiera cualquier industria naval; para capturar a los pececillos del desayuno generan figuras de arena en donde el pez se desorienta,  salta y…, ya sé, es triste, cadena alimenticia, le dicen. Bueno, ejemplos miles. Y aún así hay quienes hoy, hoy, hoy, siguen ma(ltra)tando delfines.

 
Watch Dolphin Mud Walls on PBS. See more from Nature.




Watch Bubble Play on PBS. See more from Nature.




Yo, tal vez por asociación ballenesca o sí, sí, igual por justificaciones femeninas, me acordé de Zelda, la pobre incauta que tuvo a bien nacer en mi cuarto 20 años antes. Mi Zeldi siempre fue torpe. Se comportaba muy de acuerdo a su papel de animal casero consentido. Su jurisdicción, claro está, la llevaba a adueñarse de mi cama como si fuera yo la usurpadora, y se subía sin importar si mi existencia ya estaba tendida. A veces aterrizaba en mi estómago y yo no atinaba a gritarle a tiempo pues, para cuando me daba cuenta, el aire se me había disipado hasta de las neuronas; en otras ocasiones sus patas daban justo con mi talón de Aquiles, pero su carita era suficiente remedio para ahuyentar cualquier ira y, al final, las dos encontrábamos territorio neutro en el cual soñar hasta mañana.   

Pero no es cierto, la estoy difamando porque no siempre fue torpe. Meses antes de despedirse, cuando a mí me diagnosticaron una enfermedad de gente muy, muy adulta, ella ya lo sabía. Y me lamía las rodillas, los tobillos y se fijaba; ya no saltaba sin dirección, se subía a la cama con cuidado y se quedaba cerca de mí, pero alejada. Superó, con creces, cualquier grado de inteligencia de mi parte: yo no supe cuándo se enfermó, y entonces la torpe fui yo que no acerté ningún movimiento para hacerla sentir mejor.

Y todavía, hoy, hay quienes creen que los animales no son brillantes.

lunes, octubre 31, 2011

Menos Ween y más Happy

Nadie como los gringos para hacer de todo un espectáculo; si hay que reconocerles algo, yo voto por eso. Su negocio es esto de manipular emociones y que uno termine aplaudiendo, y su Happy Halloween no es excepción sino ejemplo.

Welcome to my nightmare, I think you're gonna like it. En los Estudios Universales hacen esta cosa de las "Noches de Horror" todos los años y, no/so/tros, que tenemos este espíritu explorador desorbitante (ajáaaaa), fuimos e/mo/cio/na/dos. I think you're gonna feel you belong. A grandes rasgos, el parque se convierte en una mezcla de maquetas de cuerpos estranguacuchillados y casas-de-los-sustos© de diabetes, por si esto fuera poco, entre atracción y atracción, las máquinas de humo les dan el toque real a los cientos de fulanitos muy bien disfrazados de cuanta peor pesadilla haya recorrido mi alma llanera y que te salen al paso como para hacerte pipí a la de tres. A nocturnal vacation, unnecessary sedation. Y, entonces, el chiste de todo es que vas por la vida caminando para gritar despavorido cuando de pronto te sale La Llorona terrorífica a decirte ay-mis-hijos en la cara; o cuando escuchas las sierras eléctricas y los zombies de ultratumba te persiguen como queriéndote morder. You want to feel at home 'cause you belong.

Welcome to my breakdown. Ajá, muy bien al principio, pero después de unas horas hasta los cerditos del mal ya me habían agarrado de su puerquito y olían mi miedo. I hope I didn't scare you. Aaaaaaargh, me gritaban en el oído, y yo respondía con el diafragma en su fase más aguda y las manos en la cara, así de chafa de mello de Halloween 31. That's just the way we are when we come down. Iñaki no hacía otra cosa más que reírse; él sí que lo gozó y se burlaba, "nosaltes", regañaba. 

Dice Melinda Beck de The Wall Street Journal que dicen los neurocientíficos que hay diferencias cerebrales entre quienes aman las emociones fuertes (como mi esposo adrenalínico metalero AliceCoopero) y quienes, claramente como yo, tienen un freno dopamínico; sí, a mí la amígdala me paraliza del miedo la digestión y me da por tener incontinencia imaginativa, así que nunca podría ser un trader y no me gustan las películas de terror, menos las japonesas que me quitan el sueño hasta dormida. (Scream y sus secuaces sí me gustan, pero es que ésas tienen el género incorrecto.)

We sweat and laugh and scream here. No saltes, como si el sistema simpático alguna vez hubiera entendido mis órdenes; si yo ni podía hacer sinapsis del terror que tenía y es lo único que me da inmunidad por la terrible acción que me hizo acreedora de un pase directito y sin escalas al infierno por involuntariamente mala. 'Cause life is just a dream here. Aunque también fue culpa del pobre chavito, por qué se pone a caminar a mi lado con el mismo paso. You know inside you feel right at home, here. Qué otra cosa podía haber hecho si para esas horas yo ya estaba más pavloviana que nada y sólo atiné a gritarle como reflejo de todo lo que había padecido, ni siquiera analicé que ya no estábamos en las instalaciones del parque, y no, tampoco pensé en esta moda del bullismo y de cómo me convertiría en la causante de que a este quinceañero, de por vida, sus amigos lo molesten y se rían en su cara porque una vieja loca le dio su calaverita gritándole como si hubiera visto al mismísimo diabloWelcome to my nightmare. Mugres gringos. I think you're gonna feel you belong! Aplausos.


martes, noviembre 10, 2009

La chilanga y el huracán

See the stone set in your eyes. Aquí es fácil delatarse como chilango recién allegado. See the thorn twist in your side. Así, cuando la puerta de la entrada está cerrada con dos llaves a las 12 del día, uno sabe que aterrizó un nuevo chilanguito, de esos, como yo, que le tienen miedo a la libertad de las rejas condominales; vamos, que salta cuando el vecino le da los buenos días.

I wait for you. Según esto fue categoría dos, pero hizo más daño, mucho más, como tormenta tropical en El Salvador e inundando Tabasco; aquí sólo se llevó la arena que ya se había llevado su prima Wilma 4 años atrás, y mi estrés. Ida nos rebasó por la derecha y nunca supimos si las inundaciones previas habían sido su anuncio revelado o una mala resaca del frente frío que atacaba al país.

Sleight of hand and twist of fate, on a bed of nails she makes me wait. Le hizo olímpico honor a su nombre mientras yo me asusté, como cuando en Contoy, naquérrima, pregunté alarmadísima por el ruido aquel que me tenía al borde del colapso: “cigarras”, respondió el nativo medio riéndose de la pobre que sólo reconoce los sonidos de la gran ciudad (tamales-ricos-calientitos). And I wait without you.

Así desperté yo, después de tres días ininterrumpidos de lluvia, cuando el domingo a las 5 de la mañana dejó de llover y se anunciaba el meteoro. With or without you. Ya estamos en el ojo del huracán, me dictó mi conciencia amarillista que ha escuchado hasta la metáfora cómo mis genes maternos fueron condicionados por la tatarabuela de Ida, una tal Janet. Through the storm we reach the shore. Nada, ni ojos, ni huracanes; la fulana ni nos volteó a ver, y qué bueno, porque con H1N1 hemos tenido bastante para esta temporada de crisis. Drama en Tabasco, eterna y dolorosamente.

You give it all but I want more. Pero yo me lo creí toditito, las historias de terror y tres días sin luz, batallando contra el calor y las inundaciones en mi propio apocalipsis neuronal. And I'm waiting for you. Igual no se me ha de culpar pues padezco un chilanguismo inherente que me ha acostumbrado a los fenómenos naturales que no avisan. Remember ’85. With or without you.


And you give yourself away. Muy cantadito estuvo, y nos fintó con sus tonalidades, que dizque subía de categoría y luego regresaba a su estatus de tormenta y así, tanto que yo obligué al esposo -que ahora resulta más nativo que los-ojos-del-cocay- y fuimos a hacer compras con-tro-la-das de pánico. Ajá. My hands are tied, my body bruised. Al menos no tendré que preocuparme por el menú, hay quienes hacen dietas de agua y ajo, hoy aquí, gracias diosito, variaremos por agua y atún. She's got me with nothing to win and nothing left to lose.

jueves, octubre 29, 2009

Any given Saturday night-dididadadá: la nueva temporada

Que cómo es nuestra vida acá, preguntan. Que qué hacemos los fines de semana pues qué increíble ha de ser vivir a dos canciones del reventón tropical; seguro bailamos, tomamos y vivimos la vida loca al más puro estilo springbreakero. Y, lo juro, se requiere de mucho esfuerzo para disfrazar el glamour con madurez, aunque en el fondo todos sabemos que de eso nada, mera laxitud y grincochadas en línea. Si a veces me encantaría hacerles creer que tenemos membresía en el Coco Bongo que ni conozco. Pero no, hoy me pueden más las historias de Fringe, The Mentalist o In Treatment que una barra libre; de Halloween, yo tan ad-hoc.
Entonces es cuando a uno le da por vivir sus propios diálogos de sitcom:
¿Vamos a salir?
¡Ah! Pues no sé, pero sí, si quieres.
¿Como qué te late? ¿Vamos al cine, a cenar o prefieres más como bar…?
Mmmm, pues más bien yo estaba pensando en ir al súper.

martes, octubre 20, 2009

In Lak’ech

A Cancún todavía no le ha dado tiempo de tener fantasmas. Tampoco tiene historia de libro de texto y los piratas del Caribe sólo se asomaron por aquí en forma de cumbia de los '90. Para colmo, sus ruinas mayas padecen lingüísticamente de una involuntaria intención alburera que dificulta su promoción.
Esta ciudad de más de 600,000 almitas tiene, en cambio, Liverpool que se llama así, nada de Fábricas de Francia; un Palacio de Hierro en construcción y centros comerciales como pecas hay en mi cara. Existe también un Costco que se usa en referencia de Catedral y como narración de vida dominical. De hecho no sé dónde está la Catedral de aquí, supongo que será normal para una comunidad que se fundó bajo la premisa de los consejos de los banqueros durante el Desarrollo Estabilizador, y no bajo los esquemas de Consejos de Carlos V y sus secuaces eclesiásticos, pero igual ha de ser porque yo soy bastante bruta y simplemente no sé dónde está.
Sólo una generación. El cancunense de nacimiento no debe tener más de 40 años; no hay adultos de cabecita de algodón y, quien piensa que la sabiduría de las antiguas generaciones está sobrevaluada, seguramente no extraña a sus viejos tanto como yo a mis abuelas y a sus historias del sur de esta provincia selvática. Eso sí, me gusta la selva, tal vez porque la veo de lejos teniéndola de cerquita; quizás por el miedo y el respeto que me genera, como el mar. Me fascinan. Me hipnotizan sus olores que se sienten a kilómetros, y sus ruidos. Aquí hasta la lluvia se oye más fuerte.
El melting pot mexicano. Tabasco, Veracruz, Jalisco, Distrito Federal –por montones como siempre y como en todo-, Yucatán, y más: todos con el Sueño Caribeño™ de hacer fortuna o sobrevivir del turismo. Francia, Italia, Alemania, Estados Unidos y Canadá se enarbolan en español y en In Lak’ech como un ecléctico aloha maya. No hay mejor lugar que la franja de 25 km de rascacielos turísticos para entender el Mercantilismo fallido de Eco II y el Capitalismo de manotazo. Con todo y los sentimientos bipolares de mi humanidad geminiana.
Decía José Arcadio Buendía que uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra; yo aquí vivo a mis abuelas cada vez que miro el mar que ellas veían, y las siento todo el tiempo que escucho la selva que ellas sentían. Y sólo entonces creo que una parte de mí es de una parte de aquí. Y quisiera preguntarles tantas cosas…
¿Cómo hacían ellas hace 60 años para luchar contra estos bichos? ¡Que se acaben las especulaciones! La civilización maya desapareció por hordas de hormigas de las de mi cocina, que un día tuvieron a bien levantar a todos y llevárselos a la de tres; así pasó.
Y entonces me río porque no es cierto, Cancún sí tiene fantasmas.

lunes, octubre 12, 2009

Y tengo sueño...

Dicen que uno debe tener cuidado con lo que sueña; yo siempre soñé con vivir en el mar. Soñaba también con encontrar a mi príncipe azul; así de cursi, como de Disney de los cincuenta y la paz mundial.

Y es que así qué chiste, ya no puedo quejarme; de nada.

Hasta en mi conciencia se oye mal que sufra por ser una analfauneta total y no saber nombrar al zoológico lugareño que salta, camina, repta y vuela a mis lados; con la única angustia de no poder gritar lo que veo y auto ridiculizarme: ¡mira, una ¿rana-lagartija?! ¡cuidado con la ¿avispa-escarabajo?! (Tache a quien diga ranatija o avisparajo). De pena que mi diccionario etnológico sólo albergue bichos globalizados estilo alacranes, cucarachas, hormigas, arañas o moscos (así, sin –itos de amor).

Tampoco puedo refunfuñar del clima que no baja de 24 grados porque eso ni mis articulaciones se lo creen. Hasta me aguanto el sudor que traiciona cualquier expectativa: las orejas también sudan.

Y luego con qué cara le reclamo a la vida que me haya hecho tan dulce (ja) como para atraer a todo el hormiguerío y terminar en espasmos ahuyentadores porque estas tipas no respetan cuerpos ajenos (estoy casada, ¡por Dios!)...

Ah, y eso: estoy casada, y hasta por Dios.

Desde hacía tiempo había renunciado a mi alma de cantina y tal vez por eso sentía que este espacio ya no tenía cabida en mi circunstancia de gente en “seriedad” (jejeje). Pero igual ahora estoy iniciando una nueva etapa y, por primera vez a mis casi ni quiero decir treinta años, me siento adulto de los de verdad, de los que dan flojera y tienen responsabilidades. Tristísimo. Entonces me dieron muchas ganas de recordar por qué me gustaba tanto venir aquí, entre otras cosas, a soñar.

Y lo recordé.
“Blue savannah song.
Somewhere cross the desert
Sometime in the early hour
In a restless world
On the open highways.
My home is where the heart is,
Sweet to surrender to you only
I send my love to you.”
Erasure