A mi abuela Luisa la he llorado más de adulta que de
niña. La de ella fue la primera pérdida de alguien cercano a mi vida diaria y a
mi corazón. No lloré cuando nos dijeron que su cuerpo había dejado de sufrir y
que ya estaba descansando, en parte porque no entendía, porque no tenía la
capacidad para asimilar un concepto que hasta ese momento desconocía. Vi las
lágrimas de mi hermano y fue entonces cuando algo dentro se desmoronó. Pero yo,
que lloro a la menor provocación con anuncios de la tele o en los zoológicos,
fui incapaz de encontrarle humedad al dolor de esa mañana de finales de
diciembre. Luego pensé en mi mamá y la primera angustia real recorrió mis diez
años de edad: en la muerte de mi abuela sólo mis vivos me pasaron por la mente.
Con el tiempo fui creciendo el duelo y
es así como de pronto me da por invocar el brocado de su eterna bata gris que
recuerdo mal porque era azul; sus lentes colgados del cuello; sus canas distraídas
y a medias. Mi abuela anunciaba su presencia con el sonido incansable de sus
llaves pegadas al corazón: la clave para abrir el tesoro de su clóset repleto
de kitkats y maravillas que resultaban impensables en la
prehistórica existencia prelibrecomercio™ de mi niñez. Jamás me negó un
capricho, al contrario, le gustaba que fuera flaca y que comiera chocolate sin
medida. Me defendía porque yo era necia hasta en mis hábitos alimenticios. Nos
caíamos bien y ésa es una de las pocas certezas que he tenido en la vida.
Leguleya, me decía sin que yo le encontrara importancia a la sentencia.
Mis abuelas eran artistas y era un
placer verlas trabajar. El último vestido que hizo mamá Luisa fue el de mi
primera comunión. Y uno de los talentos de mi abuela era su capacidad absoluta
para lograr que cualquiera se sintiera hermosa, hasta su nieta chimuela cuyo
corte à
la Heidi había dejado casi pelona;
pero ese vestido era un sueño que, inconsciente e infructuosamente, quise
emular 20 años después para mi boda. En el garage -como
ellas le decían a su taller de alta costura- un radio gris y maltrecho
acompañaba los silbidos indescifrables de mis abuelas. No les gustaba que los
niños tomaran café, pero a los nueve años, cuando me hacían las últimas pruebas
del vestido, supliqué y accedieron. Más de dos décadas después yo sigo sin
saber silbar pero mantengo el vergonzoso vicio de sopear galletas saladas en
los expresos disfrazados de “buchitos” cubanos. Y ahora, sobre todo cuando
llueve, me da por extrañar esas tardes que me enseñaron el placer de tomar un
café entre mujeres.
Mi abuela también tenía errores y su concepto de
refresco era una decepción que iba del agua de limón a la de jamaica; jamás una
Coca-Cola -veneno de enfermos y anhelo de nietos. Para ella todo tenía solución
con comida: cuando la loca del parque me tiró de la bicicleta, pan sin migajón;
cuando me enterré la aguja en la rodilla y me tuvieron que llevar al hospital,
leche; cuando la pelea de perros, queso; para el dolor de cabeza, cualquier
fruta; y, para las mascotas de sus nietos, uvas. Y eso, una de las tardes de
café resultó en la llegada de mi primera mascota. Las historias de doña Luisa y
su adorada maltesa blanca se convirtieron en la obsesión de mi mente infantil y
le rogaba al mundo porque algún día yo también pudiera ser amiga de un bichito
y pintar sus uñas de rojo. El sábado que Medu ingresó a la familia fue producto
de una coincidencia y la insistencia en un trato que le imploré desde siempre a
mi mamá: si y sólo si encontrábamos una perrita como la que tuvo mi abuela en
su juventud, podríamos adoptar a un animalito. Era el día de comida familiar en
casa de mis abuelas y yo tenía una segunda ilusión, no veía la hora de poder
presentar a Medu con mi tía abuela Luisa: se adoraron desde el primer instante
y entonces sí me prohibió tajantemente pintarle las uñas pues esos arrebatos
correspondían a profesionales como ella. Tan bien me conocía que hasta ayer he
sido incapaz de pintar mis propias uñas sin ocasionar daños endógenos o al
mobiliario cercano.
Mamá Luisa soñaba premoniciones y justicia social.
Cuando el postre llegaba a la mesa de las comidas familiares, los nietos
sabíamos que era nuestro momento de huir para inventar un parque de diversiones
en el cuarto de las abuelas o una nave espacial en el desván del taller.
Entonces los adultos gritaban, debatían, intentaban arreglar un mundo que yo
desconocía; la voz más fuerte era la de ella y su lucidez se pronunciaba en la
mejor mezcla de acento cubano-asturiano-mexicano que se ha escuchado jamás. Años
después de su partida viví en sus tres tierras y en ninguno de los lugares pude
distinguir sus tonos; la señora se las había ingeniado para crear su propia
melodía que al día de hoy ronda todavía ligada a mi concepto de infancia.
Mi mamá Luisa cumple 100 años. Cumpliría, dicen
quienes creen que ya no está aquí. Yo creo, como ella, que todos nos quedamos
de una u otra forma, que somos un ciclo que se apaga para volver a encenderse.
Polvo químico, tabiques de planetas, estrellas, algo. Y su luz -su magia
blanca- sigue brillando tanto que cuesta trabajo no sentirla bajando las
escaleras de mármol negro o cuando el viento silba algún bolero.
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