domingo, junio 03, 2012

Un siglo



A mi abuela Luisa la he llorado más de adulta que de niña. La de ella fue la primera pérdida de alguien cercano a mi vida diaria y a mi corazón. No lloré cuando nos dijeron que su cuerpo había dejado de sufrir y que ya estaba descansando, en parte porque no entendía, porque no tenía la capacidad para asimilar un concepto que hasta ese momento desconocía. Vi las lágrimas de mi hermano y fue entonces cuando algo dentro se desmoronó. Pero yo, que lloro a la menor provocación con anuncios de la tele o en los zoológicos, fui incapaz de encontrarle humedad al dolor de esa mañana de finales de diciembre. Luego pensé en mi mamá y la primera angustia real recorrió mis diez años de edad: en la muerte de mi abuela sólo mis vivos me pasaron por la mente.
Con el tiempo fui creciendo el duelo y es así como de pronto me da por invocar el brocado de su eterna bata gris que recuerdo mal porque era azul; sus lentes colgados del cuello; sus canas distraídas y a medias. Mi abuela anunciaba su presencia con el sonido incansable de sus llaves pegadas al corazón: la clave para abrir el tesoro de su clóset repleto de kitkats y maravillas que resultaban impensables en la prehistórica existencia prelibrecomercio™ de mi niñez. Jamás me negó un capricho, al contrario, le gustaba que fuera flaca y que comiera chocolate sin medida. Me defendía porque yo era necia hasta en mis hábitos alimenticios. Nos caíamos bien y ésa es una de las pocas certezas que he tenido en la vida. Leguleya, me decía sin que yo le encontrara importancia a la sentencia.

Mis abuelas eran artistas y era un placer verlas trabajar. El último vestido que hizo mamá Luisa fue el de mi primera comunión. Y uno de los talentos de mi abuela era su capacidad absoluta para lograr que cualquiera se sintiera hermosa, hasta su nieta chimuela cuyo corte à la Heidi había dejado casi pelona; pero ese vestido era un sueño que, inconsciente e infructuosamente, quise emular 20 años después para mi boda. En el garage -como ellas le decían a su taller de alta costura- un radio gris y maltrecho acompañaba los silbidos indescifrables de mis abuelas. No les gustaba que los niños tomaran café, pero a los nueve años, cuando me hacían las últimas pruebas del vestido, supliqué y accedieron. Más de dos décadas después yo sigo sin saber silbar pero mantengo el vergonzoso vicio de sopear galletas saladas en los expresos disfrazados de “buchitos” cubanos. Y ahora, sobre todo cuando llueve, me da por extrañar esas tardes que me enseñaron el placer de tomar un café entre mujeres.

Mi abuela también tenía errores y su concepto de refresco era una decepción que iba del agua de limón a la de jamaica; jamás una Coca-Cola -veneno de enfermos y anhelo de nietos. Para ella todo tenía solución con comida: cuando la loca del parque me tiró de la bicicleta, pan sin migajón; cuando me enterré la aguja en la rodilla y me tuvieron que llevar al hospital, leche; cuando la pelea de perros, queso; para el dolor de cabeza, cualquier fruta; y, para las mascotas de sus nietos, uvas. Y eso, una de las tardes de café resultó en la llegada de mi primera mascota. Las historias de doña Luisa y su adorada maltesa blanca se convirtieron en la obsesión de mi mente infantil y le rogaba al mundo porque algún día yo también pudiera ser amiga de un bichito y pintar sus uñas de rojo. El sábado que Medu ingresó a la familia fue producto de una coincidencia y la insistencia en un trato que le imploré desde siempre a mi mamá: si y sólo si encontrábamos una perrita como la que tuvo mi abuela en su juventud, podríamos adoptar a un animalito. Era el día de comida familiar en casa de mis abuelas y yo tenía una segunda ilusión, no veía la hora de poder presentar a Medu con mi tía abuela Luisa: se adoraron desde el primer instante y entonces sí me prohibió tajantemente pintarle las uñas pues esos arrebatos correspondían a profesionales como ella. Tan bien me conocía que hasta ayer he sido incapaz de pintar mis propias uñas sin ocasionar daños endógenos o al mobiliario cercano.
Mamá Luisa soñaba premoniciones y justicia social. Cuando el postre llegaba a la mesa de las comidas familiares, los nietos sabíamos que era nuestro momento de huir para inventar un parque de diversiones en el cuarto de las abuelas o una nave espacial en el desván del taller. Entonces los adultos gritaban, debatían, intentaban arreglar un mundo que yo desconocía; la voz más fuerte era la de ella y su lucidez se pronunciaba en la mejor mezcla de acento cubano-asturiano-mexicano que se ha escuchado jamás. Años después de su partida viví en sus tres tierras y en ninguno de los lugares pude distinguir sus tonos; la señora se las había ingeniado para crear su propia melodía que al día de hoy ronda todavía ligada a mi concepto de infancia.
Mi mamá Luisa cumple 100 años. Cumpliría, dicen quienes creen que ya no está aquí. Yo creo, como ella, que todos nos quedamos de una u otra forma, que somos un ciclo que se apaga para volver a encenderse. Polvo químico, tabiques de planetas, estrellas, algo. Y su luz -su magia blanca- sigue brillando tanto que cuesta trabajo no sentirla bajando las escaleras de mármol negro o cuando el viento silba algún bolero.

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