Lloré como idiota, tal vez buscando recrear el mar en el que los he visto, quizás en tono de culpabilidad por ser parte de una comunidad humana que no ha sido justa ni consigo misma -mucho menos con otras especies. Sí, sí, también pudieron ser las hormonas, pero nadie me puede quitar el sentimiento de asombro al saber que las ballenas del Ártico, muchas con más de 200 años de edad, huyen de los humanos porque tienen memoria de aquellas expediciones para arponearlas. Una de ellas, decía el documental que duró 3 horas disfrazadas de segundos, tenía todavía incrustado un hierro horrendo de los que se usaban para cazarlas a finales del siglo XIX. Llámenme intolerante, pero no aceptaré que nadie me diga que estos gigantes no tienen un lenguaje y una socialización mucho más intensa que los que yo tengo con mis compañeros de clase. Yo, que a veces no logro acordarme de lo que hice hace unos días, tengo todo el derecho del mundo a estar admiradísima de la capacidad de recordación y asociación de estos bichos.
Y todavía hay quienes cazan ballenas, hoy. Y todavía hay quienes creen que estos animalitos no son inteligentes.
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Cuenta la leyenda –y ella misma- que una prima de mi papá, paseando en el Pacífico, se cayó de la lancha (hasta aquí parece como entrada de chiste tragedioso, pero denme chance). Una vez en el mar, la pobre no se dio cuenta ni cómo, pero un delfín la empezó a empujar hacia la orilla –que no estaba tan cerca como para verse desde donde había acuatizado. Y así, espiraculazo tras espiraculazo, la tía arenizó y el delfín regresó a su día normal, dejando a media humanidad vacacionista en estado de perplejidad absoluta.
Al documental, no contento con haberme hecho llorar, le dio por ilustrar las irredentas maravillas que los delfines son capaces de hacer más allá de SeaWorld. Como aquello de verse e identificarse en el espejo: “self-awareness”, como se le conoce. Una exclusiva que muchos creían solo asociada con los humanos, y tómala. Además, así como si fuera poco, hay una bandita de delfines en Florida que ha creado una logística de pesca que ya quisiera cualquier industria naval; para capturar a los pececillos del desayuno generan figuras de arena en donde el pez se desorienta, salta y…, ya sé, es triste, cadena alimenticia, le dicen. Bueno, ejemplos miles. Y aún así hay quienes hoy, hoy, hoy, siguen ma(ltra)tando delfines.
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Yo, tal vez por asociación ballenesca o sí, sí, igual por justificaciones femeninas, me acordé de Zelda, la pobre incauta que tuvo a bien nacer en mi cuarto 20 años antes. Mi Zeldi siempre fue torpe. Se comportaba muy de acuerdo a su papel de animal casero consentido. Su jurisdicción, claro está, la llevaba a adueñarse de mi cama como si fuera yo la usurpadora, y se subía sin importar si mi existencia ya estaba tendida. A veces aterrizaba en mi estómago y yo no atinaba a gritarle a tiempo pues, para cuando me daba cuenta, el aire se me había disipado hasta de las neuronas; en otras ocasiones sus patas daban justo con mi talón de Aquiles, pero su carita era suficiente remedio para ahuyentar cualquier ira y, al final, las dos encontrábamos territorio neutro en el cual soñar hasta mañana.
Pero no es cierto, la estoy difamando porque no siempre fue torpe. Meses antes de despedirse, cuando a mí me diagnosticaron una enfermedad de gente muy, muy adulta, ella ya lo sabía. Y me lamía las rodillas, los tobillos y se fijaba; ya no saltaba sin dirección, se subía a la cama con cuidado y se quedaba cerca de mí, pero alejada. Superó, con creces, cualquier grado de inteligencia de mi parte: yo no supe cuándo se enfermó, y entonces la torpe fui yo que no acerté ningún movimiento para hacerla sentir mejor.
Y todavía, hoy, hay quienes creen que los animales no son brillantes.
1 comentario:
felicidades, me encantò!
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