Mi abuela estaba orgullosa de que,
en el comedor de su casa, la Guerra Fría de finales de los setenta no era sino
una comedia familiar. Con dos de sus nietos apoderados de la mesa y ejemplificando la incoherencia: mi hermano gringo de dos años batallando en su español machucado
de inglés y mi primahermana habanera ordenando ‘oiga, compañera’ desde su autoridad infantil. En ese contexto vine al mundo. Y así fue como, veinte años después, me dio por invertir un verano y dos materias en Cuba, y llegué con mi grupo de
la universidad al aeropuerto de La Habana a causar gracia: “Estos son los que
vienen a ‘estudiar’ la materia Relación
EstadosUnidos-Cuba”, decía alguien en migración mientras otro respondía, “pues
su materia durará un segundo, ¿o qué a ustedes nadie les avisó que no existe tal
cosa?”. Éramos el hazmerreír de las aduanas, con nuestras maletas cargadas de lápices,
plumas, pastas de dientes y demás menesteres diarios que nos advirtieron servirían
de moneda de cambio. Y nuestras esperanzas de que aquélla sería una aventura
llena de azúcar y mojitos y salsa y clichés.
A los 20 años Castro ya había emprendido
su primera expedición para derrocar a un dictador vecino, El Trujillo que yo
había conocido solamente por prosa de Vargas Llosa. Yo, en cambio, a los 20 años ya
me había puesto y quitado playeras del Ché y mi interés social se consumaba en
bares, no en revoluciones. Aún así sentía que necesitaba conocer la Cuba de la
que hablaba con entusiasmo mi tío el revolucionario, la Cuba que me siguió
explicando con añoranza y rencor la gran amiga pinareña que hice en Madrid a
los 16: la Cuba de Fidel. Y sentía que le debía a mi abuela mi percepción de la
Cuba que ella no conoció bien porque emigró del país que la vio nacer en los años cuarentas.
No me acuerdo del ballet acuático de
El Nacional ni del Tropicana, pero jamás olvidaré las tardes eternas de fila para
los cinco minutos que duraban sin derretirse las nieves en Coppelia. Y, frente
a la heladería más grande, discriminatoria y deliciosa que ha pasado por mi existencia, el cine
más plural y democrático que se haya conocido. Fue allí donde, por única
vez he visto a las personas interactuar con la pantalla: aplaudían, gritaban,
daban órdenes a los actores y a mí me cobraban a precio de cubana. A los
cubanos se les hacía fácil verme cara de nativa, y a mí se me hacía fácil
imitar un acento con el que crecí. Mis amigos lo disfrutaban y se reían a mis
espaldas, pero cuando llegaba con 5 boletos de cine a precios locales y no de
turistas, nuestra vida de estudiantes me lo agradecía. Y mis amigos también
disfrutaban cuando por política estatal sólo a mí me pedían el pasaporte. Con la cara de connacional iba incluida una triste premisa: una jovencita en el coche con extranjeros sólo
podía cobrar. No, oficial, no soy jinetera, soy mexicana, explicaba alimentando el absurdo. Un día, incluso, tuve que cantarle a un policía nacional el
himno mexicano, imitar a Cantinflas y recitar lo que me acordaba de la historia
de México mientras mi amiga iba al hotel por mi pasaporte. Patria o muerte,
dictaba la consigna del anuncio espectacular con la imagen de Camilo Cienfuegos mientras
el poli me interrogaba.
No me acuerdo bien de Varadero, o de
la Fortaleza del Morro; pero recuerdo un bar de jazz con nombre de personajes
de fábula y un antro en el que predominaban oriundos y los extranjeros éramos
poco menos que minoría. El hombre que, en el centro cultural donde estudiábamos nos cobraba 50
centavos de dólar por los expresos, nos había llevado a conocer la verdadera
fiesta habanera. Fue así como, al calor de tres refrescos bautizados con ron adulterado,
amistamos con las niñas que esa noche no trabajaban en la zona turística y
hacían fila junto con nosotras en el baño -como en todo el mundo, capitalista,
socialista, de primer o tercer nivel, los baños de mujeres siempre escasean y
no hay quien defienda nuestro derecho a hacer pipí dignamente. Alguna del grupo
mexicano le preguntó a la chiquita que estaba frente a mí por qué se prostituía
si estudiaba la universidad como nosotras y no se veía con algún problema
nutricional, ella, sonriendo, tomó mi blusa con su mano derecha y con la
izquierda la señaló: para poder tener lujos como esto, dijo y nos calló
cualquier otra moralidad. Y la imagen del Ché en la pared frente al bar nos
recordaba: sigues en el corazón del pueblo.
También me acuerdo de la tarde en la
que compré, en una pastelería francesa de la zona turística donde vivía, un flan
que llegaría casi descuajado después de una hora de caminata a 40 grados por la
avenida 23 y que encontré como única cortesía a la invitación a cenar que me
habían agendado antes de llegar a Cuba. Para esas alturas del viaje ya les
había tomado aversión a los taxis después de haber sido casi expulsada de un
Moscovitch del ‘70 una tarde lluviosa de resbalones por el Malecón. Tuve la
intención de tomar coger una guagua, pero como yo, el plan era
generalizado y el sobrecupo me invitó a seguir caminando. Cuando llegué a la
casa de la-mamá-del-sobrino-de-mi-primahermana lo primero que vi fue al niño jugando
con mi primer Nintendo, el que mi hermano y yo estrenamos y desechamos cuando una nueva
versión salió. No era la opulencia del Barrio de Miramar ni por casualidad, sin embargo la
casa se veía cuidada y respetada por el tiempo. La familia de Miami, de ella;
la familia del hermano de mi primahermana, de México, eran variables clave en
la ecuación. Ella, una de las pocas de su generación que escapó al futuro de
tener un nombre ruso tropicalizado, estudió su doctorado en computación en
Moscú. Se oía imponente, pero impotente era la sensación que dejaba saber que
su salario mensual era de 13 dólares; en cambio su primo, quien no había
terminado el bachillerato –obligatorio por el Estado, por cierto-, ganaba eso por 3 maletas cargadas en el Hotel Plaza, y seguro más por las comisiones generadas en el
mercado negro de puros. Las diferencias más crudas de una de las mayores quejas
del capitalismo eran evidenciadas en el socialismo mal practicado que desde
hacía ya rato llevaba dirigiendo la autodefinida y ensimismada “Llave del Caribe”. El ejemplo
de lo que el sueño cubano tenía que ser se quedó atrás, en algún momento muy,
muy antes del Periodo Especial. Esa noche terminé un poco-muy desmoralizada de
Cuba y supe lo que había estado intuyendo: la utopía había cruzado la frontera
de la corrupción, y eso dolía más que un gobierno a priori desleal.
Y deslealmente era como mi estómago
sentía que lo estaba tratando. A las dos semanas de desayunar huevos duros o
revueltos en vinagre, y de comer (en un “paladar” nada apetecible) cajitas de
arroz congrí y algo como carne de cerdo, mi estómago capitalista añoraba una
hamburguesa. Fue así como, à la Scarlett O’Hara, una de esas tardes infames de
hambre payasa nos juramos no volver a la isla hasta que no hubiera un McDonald’s
en el Malecón –o regresáramos con presupuesto de turista y no de estudiante. Lo
contamos como risa y frivolidad en la recepción que nos hizo la embajada;
disfrutamos también el festín de langosta y jugo de mango que nos prepararon unos
campesinos cerca de Cienfuegos. Además, nuestra exageración rallaba en la grosería
porque nos íbamos en unas semanas más y pronto regresaríamos a la vida cómoda;
mientras, la gente en Cuba ha seguido viviendo de libretas, de que esa semana
lleguen lápices o playeras iguales para todos y la proteína habrá de salir de
la buena organización de las familias que han sido precavidas o de la esperanza
de que el siguiente lunes llegará el pollo. Antiimperialistas, gritaban en un
letrero las caricaturas de Camilo, Fidel y el Ché.
La Cuba que viví ese verano también
sufría de eufemismos que daban para concurso de Pachuca, a falta de Coca-Cola
imperialista, en todos lados encontrábamos Tropi-Cola o Tu-Cola; entonces nos
poníamos elegantes en la pronunciación: tengo Tu-Cola bien fría en la hielera,
¿quieres Tu-Cola en el mar? Y sí, también se podría hacer un programa de
comedia con las indicaciones que uno recibe cuando viaja en coche por los
caminos cubanos. Disculpe, ¿sabe cómo llego a Santa Clara?, pregunta uno
ilusamente para obtener a un primer entusiasta: puej coge todo rejto, rejto
unas 2.4 millas hajta que vea una fuente, una fuente con agua que hace shshsh y
allí vira a la derecha y va a ver una casa azulazul como el cielo y allí en esa
casa va a está don Manuel en su mecedora, allí le pide indicacionea don Manue. 2.4 millas después, una fuente y una caza azulazul como el cielo, don Manuel
nos indicaba: ah, para Santa Clara tienen que cogé todo rejto, rejto y van a
pasá un paque, un paque con niño' jugando con la pelota y el paque todo
vedevede, despué viran a la izquieda hata que den con una glorieta y tienen
que vira y vira y vira la glorieta –y don Manuel viraba y viraba y viraba
mientras nos indicaba-, allí va a habe… ad infinitum. O un reality show barato
cuando nos dimos cuenta, en medio de una tarde selvática, cómo a nuestros
coches rentados les habían modificado el medidor de gasolina y, cuando creíamos
que la reserva entraba en funciones era que ya estábamos en ceros. A mí no me
hablaban Eleguá o Yemanyá, era Oshún quien me regía, me dijo la santera que me leyó los
caracoles. Esa tarde, mientras junto a mi amiga terminé compartiendo lugar con
unas pacas de paja en una carreta que nos dirigía a la gasolinera más cercana
de aquél reparto selvático, le recé caridades a Oshún y le canté canciones de HombresG.
Algo le habrá parecido bien a la orisha pues ahora nos reímos de la aventura
como anécdota. Y también nos reímos de cuando la otra dejó las llaves del coche
adentro en Playa Girón y sentíamos que íbamos a morir de mosquitos porque en el fondo Kennedy no nos caía tan mal.
Lo que no nos dio risa fue habernos
despertado tarde para el evento que teníamos programado desde siempre. Fidel
hablaría esa mañana de finales de junio de 2001 relativamente cerca de nuestro
hotel y, como se sabía, sus discursos eran casi tan duraderos como su vida en
el poder, así que tomamos las cosas con calma. Yo era la segunda en bañarme y,
mientras estaba en la regadera alcancé a escuchar el alboroto, era como si toda
La Habana, toda Cuba se hubiera paralizado con el acontecimiento. Salí como me
he acostumbrado en México a salir de la regadera cuando tiembla y encontré a
mis amigas-roomies pálidas como yo: Fidel se desmayó. Era su primera muestra de
debilidad física pública y la primera vez que un discurso se quedaba paralizado (así
como la arquitectura de su país y la doctrina que ha impartido). Firmeza y
coraje, repetían los letreros en una carretera cercana. Eso es lo único, tal
vez. De Cuba también recuerdo los flashazos como aquél del salón de la
Universidad de la Habana donde nos dieron la clase sobre el aborto y la
escasa mortalidad materna salud pública y las verdaderas bondades que muchos aplaudimos como derecho humano; allí, una imagen del Ché colgaba a
la misma altura en la cual en mi colegio las monjas habían
colocado un crucifijo. Doctrinas, ritmos, muchos colores y una señora exigiéndome
en la calle que le diera mi chamarra de mezclilla. ¿Por qué?, la enfrenté con
la valentía que me dio estar rodeada de 16 personas que hubieran saltado en mi
favor. Porque yo no tengo una, me respondió. Pero si te la doy yo ya no voy
a tener, le respondí más por necia que por querer razonar: ya estaba
escrito que esa chamarra no regresaría conmigo a México. Un cocotaxi; un concierto cerca del Capitolio; el carnaval en Trinidad del Sancti Spiritus; mi interrupción involuntaria y de pena propia y ajena en la filmación de un programa de televisión estatal; la cruda que sostengo por las cajetillas de Romeo y Julieta que consumieron mis pulmones y el ambiente; el sacrificio de palomas
de los santeros en la Habana Vieja; Compay Segundo cantando Chan Chan mientras bailo con mi amigo el del espíritu revolucionario y comprometido que dejó hasta el cuerpo en África hace 3 años, casi como el Ché hace 45 en Bolivia; y el letrero con la foto inmortal del segundo: “Tu
ejemplo y tus ideas perduran”.