Fui a comprar un celular a la tienda a la que no debería haber ido. Mientras lo activaban y hacían demás menesteres con el nuevo bichito, se me atravesó un libro que me llamó la atención. El título me atrajo un poco menos que la portada; recordé que ya me habían hablado de él, pero no sabía si la crítica era buena o mala así que lo empecé a hojear. Bajo la sugerencia que me parecía exagerada, experiencias intempestivas de 38 mujeres, me encontré en el índice con que tres habían sido mis maestras y a algunas más, por azares del destino las he conocido. La señorita tardaba mucho y me dio tiempo de leer a una de mis maestras. Sonreí satisfecha al comprobar que sigue teniendo la chispa. Continué leyendo pues no le veía un futuro próximo al fin de mi compra. Escogí el último capítulo, la historia de la coordinadora. Hace más de dos años me dio clase. Entonces tenía sentimientos encontrados; por un lado su clase me resultaba extremadamente interesante, pero por el otro no había manera de que la señora me cayera del todo bien. Me parecía asfixiante el bluff que inundaba las tres horas de viernes a mediodía y no entendía por qué se jactaba, entre otras cosas, de que la columna que escribía en la revista semanal de política, la dirigía a un público no muy entendido, como para su mamá, decía ella. En el segundo párrafo, el nudo en la garganta me decía que ya era hora de dejar de leer porque estaba corriendo el riesgo de llorar sin parar, pero no podía y todavía no me traían el celular. El texto es uno de los más cortos del libro y para el final yo ya había hecho mi dramita frente a los demás curiosos de revistas y de libros (lectores con exceso de tiempo libre y/o plantados por algún amigo o “quever” inconsciente). Hasta llegó a parecerme que el señor de al lado en cualquier momento me iba a regalar un kleenex. Mi presupuesto ya no daba para todo: las historias de estas mujeres, el celular y el viaje que me estaba coqueteando. El modelo modernísimo que hacía monerías susurraba que lo escogiera mientras Lulú Marina me gritaba que lo cambiara por uno más austero y optara por teléfono, libro y viaje. Ella siempre gana –al menos en mi mente- y luego de convertirme en la peor pesadilla de la vendedora, decidí que era mejor tres a uno. Ni modo, así son mis democracias cerebrales. Mientras pagaba, alcancé a ver a la señora de azul -que había mirado mis lagrimitas de reojo- acercándose al lugar de donde yo había sacado el libro y al irme me di cuenta de que ella también había caído en la tentación. Todavía en el coche iba con una sensación muy extraña, lo acepto, me llegó como pocos textos lo han hecho. Por primera vez vi a mi ex-profesora como un ser humano normal que también ha sufrido y mucho, ya no sólo como la mujer arrogante que asociaba a su recuerdo. Entendí desde mi perspectiva su circunstancia y lo que menos sentí fue lástima, todo lo contrario, me empezó a invadir un sentimiento de admiración que jamás creí que me podría llegar a inspirar. Después de leerla sentí que yo también era un mejor ente porque pude entender. Sigo creyendo que ni fines ni principios justifican medios, pero ayudan a entenderlos. Logré quitarme los prejuicios que me habían hecho concebir a una persona que distaba mucho de lo que puede llegar a ser y me da vergüenza haber sido tan tajante en mis juicios de valor sobre alguien a quien no conocía. Creo que por haber leído su “experiencia intempestiva” la conozco un poquito mejor y ya no me desagrada tanto. ¡Esta bendita literatura Sanborns!
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