domingo, octubre 07, 2012

La llave del Caribe


Mi abuela estaba orgullosa de que, en el comedor de su casa, la Guerra Fría de finales de los setenta no era sino una comedia familiar. Con dos de sus nietos apoderados de la mesa y ejemplificando la incoherencia: mi hermano gringo de dos años batallando en su español machucado de inglés y mi primahermana habanera ordenando ‘oiga, compañera’ desde su autoridad infantil. En ese contexto vine al mundo. Y así fue como, veinte años después, me dio por invertir un verano y dos materias en Cuba, y llegué con mi grupo de la universidad al aeropuerto de La Habana a causar gracia: “Estos son los que vienen a ‘estudiar’ la materia Relación EstadosUnidos-Cuba”, decía alguien en migración mientras otro respondía, “pues su materia durará un segundo, ¿o qué a ustedes nadie les avisó que no existe tal cosa?”. Éramos el hazmerreír de las aduanas, con nuestras maletas cargadas de lápices, plumas, pastas de dientes y demás menesteres diarios que nos advirtieron servirían de moneda de cambio. Y nuestras esperanzas de que aquélla sería una aventura llena de azúcar y mojitos y salsa y clichés.  
A los 20 años Castro ya había emprendido su primera expedición para derrocar a un dictador vecino, El Trujillo que yo había conocido solamente por prosa de Vargas Llosa. Yo, en cambio, a los 20 años ya me había puesto y quitado playeras del Ché y mi interés social se consumaba en bares, no en revoluciones. Aún así sentía que necesitaba conocer la Cuba de la que hablaba con entusiasmo mi tío el revolucionario, la Cuba que me siguió explicando con añoranza y rencor la gran amiga pinareña que hice en Madrid a los 16: la Cuba de Fidel. Y sentía que le debía a mi abuela mi percepción de la Cuba que ella no conoció bien porque emigró del país que la vio nacer en los años cuarentas.
No me acuerdo del ballet acuático de El Nacional ni del Tropicana, pero jamás olvidaré las tardes eternas de fila para los cinco minutos que duraban sin derretirse las nieves en Coppelia. Y, frente a la heladería más grande, discriminatoria y deliciosa que ha pasado por mi existencia, el cine más plural y democrático que se haya conocido. Fue allí donde, por única vez he visto a las personas interactuar con la pantalla: aplaudían, gritaban, daban órdenes a los actores y a mí me cobraban a precio de cubana. A los cubanos se les hacía fácil verme cara de nativa, y a mí se me hacía fácil imitar un acento con el que crecí. Mis amigos lo disfrutaban y se reían a mis espaldas, pero cuando llegaba con 5 boletos de cine a precios locales y no de turistas, nuestra vida de estudiantes me lo agradecía. Y mis amigos también disfrutaban cuando por política estatal sólo a mí me pedían el pasaporte. Con la cara de connacional iba incluida una triste premisa: una jovencita en el coche con extranjeros sólo podía cobrar. No, oficial, no soy jinetera, soy mexicana, explicaba alimentando el absurdo. Un día, incluso, tuve que cantarle a un policía nacional el himno mexicano, imitar a Cantinflas y recitar lo que me acordaba de la historia de México mientras mi amiga iba al hotel por mi pasaporte. Patria o muerte, dictaba la consigna del anuncio espectacular con la imagen de Camilo Cienfuegos mientras el poli me interrogaba.
No me acuerdo bien de Varadero, o de la Fortaleza del Morro; pero recuerdo un bar de jazz con nombre de personajes de fábula y un antro en el que predominaban oriundos y los extranjeros éramos poco menos que minoría. El hombre que, en el centro cultural donde estudiábamos nos cobraba 50 centavos de dólar por los expresos, nos había llevado a conocer la verdadera fiesta habanera. Fue así como, al calor de tres refrescos bautizados con ron adulterado, amistamos con las niñas que esa noche no trabajaban en la zona turística y hacían fila junto con nosotras en el baño -como en todo el mundo, capitalista, socialista, de primer o tercer nivel, los baños de mujeres siempre escasean y no hay quien defienda nuestro derecho a hacer pipí dignamente. Alguna del grupo mexicano le preguntó a la chiquita que estaba frente a mí por qué se prostituía si estudiaba la universidad como nosotras y no se veía con algún problema nutricional, ella, sonriendo, tomó mi blusa con su mano derecha y con la izquierda la señaló: para poder tener lujos como esto, dijo y nos calló cualquier otra moralidad. Y la imagen del Ché en la pared frente al bar nos recordaba: sigues en el corazón del pueblo.
También me acuerdo de la tarde en la que compré, en una pastelería francesa de la zona turística donde vivía, un flan que llegaría casi descuajado después de una hora de caminata a 40 grados por la avenida 23 y que encontré como única cortesía a la invitación a cenar que me habían agendado antes de llegar a Cuba. Para esas alturas del viaje ya les había tomado aversión a los taxis después de haber sido casi expulsada de un Moscovitch del ‘70 una tarde lluviosa de resbalones por el Malecón. Tuve la intención de tomar coger una guagua, pero como yo, el plan era generalizado y el sobrecupo me invitó a seguir caminando. Cuando llegué a la casa de la-mamá-del-sobrino-de-mi-primahermana lo primero que vi fue al niño jugando con mi primer Nintendo, el que mi hermano y yo estrenamos y desechamos cuando una nueva versión salió. No era la opulencia del Barrio de Miramar ni por casualidad, sin embargo la casa se veía cuidada y respetada por el tiempo. La familia de Miami, de ella; la familia del hermano de mi primahermana, de México, eran variables clave en la ecuación. Ella, una de las pocas de su generación que escapó al futuro de tener un nombre ruso tropicalizado, estudió su doctorado en computación en Moscú. Se oía imponente, pero impotente era la sensación que dejaba saber que su salario mensual era de 13 dólares; en cambio su primo, quien no había terminado el bachillerato –obligatorio por el Estado, por cierto-, ganaba eso por 3 maletas cargadas en el Hotel Plaza, y seguro más por las comisiones generadas en el mercado negro de puros. Las diferencias más crudas de una de las mayores quejas del capitalismo eran evidenciadas en el socialismo mal practicado que desde hacía ya rato llevaba dirigiendo la autodefinida y ensimismada “Llave del Caribe”. El ejemplo de lo que el sueño cubano tenía que ser se quedó atrás, en algún momento muy, muy antes del Periodo Especial. Esa noche terminé un poco-muy desmoralizada de Cuba y supe lo que había estado intuyendo: la utopía había cruzado la frontera de la corrupción, y eso dolía más que un gobierno a priori desleal.
Y deslealmente era como mi estómago sentía que lo estaba tratando. A las dos semanas de desayunar huevos duros o revueltos en vinagre, y de comer (en un “paladar” nada apetecible) cajitas de arroz congrí y algo como carne de cerdo, mi estómago capitalista añoraba una hamburguesa. Fue así como, à la Scarlett O’Hara, una de esas tardes infames de hambre payasa nos juramos no volver a la isla hasta que no hubiera un McDonald’s en el Malecón –o regresáramos con presupuesto de turista y no de estudiante. Lo contamos como risa y frivolidad en la recepción que nos hizo la embajada; disfrutamos también el festín de langosta y jugo de mango que nos prepararon unos campesinos cerca de Cienfuegos. Además, nuestra exageración rallaba en la grosería porque nos íbamos en unas semanas más y pronto regresaríamos a la vida cómoda; mientras, la gente en Cuba ha seguido viviendo de libretas, de que esa semana lleguen lápices o playeras iguales para todos y la proteína habrá de salir de la buena organización de las familias que han sido precavidas o de la esperanza de que el siguiente lunes llegará el pollo. Antiimperialistas, gritaban en un letrero las caricaturas de Camilo, Fidel y el Ché.
La Cuba que viví ese verano también sufría de eufemismos que daban para concurso de Pachuca, a falta de Coca-Cola imperialista, en todos lados encontrábamos Tropi-Cola o Tu-Cola; entonces nos poníamos elegantes en la pronunciación: tengo Tu-Cola bien fría en la hielera, ¿quieres Tu-Cola en el mar? Y sí, también se podría hacer un programa de comedia con las indicaciones que uno recibe cuando viaja en coche por los caminos cubanos. Disculpe, ¿sabe cómo llego a Santa Clara?, pregunta uno ilusamente para obtener a un primer entusiasta: puej coge todo rejto, rejto unas 2.4 millas hajta que vea una fuente, una fuente con agua que hace shshsh y allí vira a la derecha y va a ver una casa azulazul como el cielo y allí en esa casa va a está don Manuel en su mecedora, allí le pide indicacionea don Manue. 2.4 millas después, una fuente y una caza azulazul como el cielo, don Manuel nos indicaba: ah, para Santa Clara tienen que cogé todo rejto, rejto y van a pasá un paque, un paque con niño' jugando con la pelota y el paque todo vedevede, despué viran a la izquieda hata que den con una glorieta y tienen que vira y vira y vira la glorieta –y don Manuel viraba y viraba y viraba mientras nos indicaba-, allí va a habe… ad infinitum. O un reality show barato cuando nos dimos cuenta, en medio de una tarde selvática, cómo a nuestros coches rentados les habían modificado el medidor de gasolina y, cuando creíamos que la reserva entraba en funciones era que ya estábamos en ceros. A mí no me hablaban Eleguá o Yemanyá, era Oshún quien me regía, me dijo la santera que me leyó los caracoles. Esa tarde, mientras junto a mi amiga terminé compartiendo lugar con unas pacas de paja en una carreta que nos dirigía a la gasolinera más cercana de aquél reparto selvático, le recé caridades a Oshún y le canté canciones de HombresG. Algo le habrá parecido bien a la orisha pues ahora nos reímos de la aventura como anécdota. Y también nos reímos de cuando la otra dejó las llaves del coche adentro en Playa Girón y sentíamos que íbamos a morir de mosquitos porque en el fondo Kennedy no nos caía tan mal.
Lo que no nos dio risa fue habernos despertado tarde para el evento que teníamos programado desde siempre. Fidel hablaría esa mañana de finales de junio de 2001 relativamente cerca de nuestro hotel y, como se sabía, sus discursos eran casi tan duraderos como su vida en el poder, así que tomamos las cosas con calma. Yo era la segunda en bañarme y, mientras estaba en la regadera alcancé a escuchar el alboroto, era como si toda La Habana, toda Cuba se hubiera paralizado con el acontecimiento. Salí como me he acostumbrado en México a salir de la regadera cuando tiembla y encontré a mis amigas-roomies pálidas como yo: Fidel se desmayó. Era su primera muestra de debilidad física pública y la primera vez que un discurso se quedaba paralizado (así como la arquitectura de su país y la doctrina que ha impartido). Firmeza y coraje, repetían los letreros en una carretera cercana. Eso es lo único, tal vez. De Cuba también recuerdo los flashazos como aquél del salón de la Universidad de la Habana donde nos dieron la clase sobre el aborto y la escasa mortalidad materna salud pública y las verdaderas bondades que muchos aplaudimos como derecho humano; allí, una imagen del Ché colgaba a la misma altura en la cual en mi colegio las monjas habían colocado un crucifijo. Doctrinas, ritmos, muchos colores y una señora exigiéndome en la calle que le diera mi chamarra de mezclilla. ¿Por qué?, la enfrenté con la valentía que me dio estar rodeada de 16 personas que hubieran saltado en mi favor. Porque yo no tengo una, me respondió. Pero si te la doy yo ya no voy a tener, le respondí más por necia que por querer razonar: ya estaba escrito que esa chamarra no regresaría conmigo a México. Un cocotaxi; un concierto cerca del Capitolio; el carnaval en Trinidad del Sancti Spiritus; mi interrupción involuntaria y de pena propia y ajena en la filmación de un programa de televisión estatal; la cruda que sostengo por las cajetillas de Romeo y Julieta que consumieron mis pulmones y el ambiente; el sacrificio de palomas de los santeros en la Habana Vieja; Compay Segundo cantando Chan Chan mientras bailo con mi amigo el del espíritu revolucionario y comprometido que dejó hasta el cuerpo en África hace 3 años, casi como el Ché hace 45 en Bolivia; y el letrero con la foto inmortal del segundo: “Tu ejemplo y tus ideas perduran”.