A los huracanes se les pone nombre, como para identificar el peligro y personalizar
el horror, supongo; a los temblores no, llegan sin aviso y se van sin bautizo.
Quizás como ironía de que hay que aprender mucho más, el apellido de uno de los
más grandes pedagogos mexicanos me ha repiqueteado tanto en esta sacudida; una
tragedia, un drama y mi susto repetían RébsamenRébsamenRébsamen: el
inconcebible infierno en una escuela y la lucha de una hija por encontrar a su
madre en un edificio en la misma calle donde yo viví el temblor,
RébsamenRébsamenRébsamen.
El mundo se nos detuvo moviéndose; en el momento preciso en que encendí
el coche, después de ajustar a mi hijo en su asiento y antes de intentar avanzar,
la tierra nos indicó su furia y la alarma sólo vino a corroborarnos el terror
que ya vivíamos. Tal vez, si no hubiera sentido que el carro se iba a voltear,
habría seguido el manual que indica que lo mejor es permanecer adentro, pero no
había forma y los tecnicismos se me hicieron nada porque yo necesitaba la
contención que tuve al abrazar a mi niño mientras sus tres
cuestionadores años me insistían en saber qué estaba pasando. Se está moviendo
la tierra, atiné a decirle mientras un perrito, diminuto y asustado, pasaba
sobre mis pies y nuestra desesperación. Traté de llevarnos al camellón, donde
una señora, prácticamente abrazada a las raíces de una palmera, deseaba rezar
pero sólo podía gritarle a su Dios y darle la mano a su ¿nieto? que vociferaba
lo que muchos sentíamos: “no me quiero morir, no me quiero morir”; era inútil,
las olas que navegaban mi subsuelo se negaban a darnos tregua y así esperamos el
suspiro de una eternidad a que pasara el movimiento. A como soy, sin duda yo
también me hubiera tirado a la histeria pues las ganas no me faltaron, pero
este niño, que en la vida real tiene el don de sacarme de quicio, en la
pesadilla tuvo la sensatez de estar a mi lado para mantenerme cuerda y poder
ordenarle que me abrazara y que siguiera
mis indicaciones sin chistar, fingiendo, claro, porque la verdad es que la
única seguridad que tenía era la inseguridad que sentía. ¿Están bien?, les
pregunté a los de enfrente cuando nos quedamos estáticos. Asintieron al tiempo
que me acerqué a la otra mamá con sus dos niñas y repetí la pregunta como
queriendo afirmarme a mí misma que yo estaba bien.
Sería más tarde cuando entendería que la polvareda que nos inundó al
regresar al coche era el terror que, a 300 metros de donde estábamos, sufría el
10% de las víctimas mortales de este sismo en la ciudad: mis vecinos. Sería
tres semanas después cuando una mamá, a quien me había encontrado el 19 de
septiembre en las puertas del kínder, me diría que ella, a 20 pasos de donde
estaba yo, había escuchado cómo primero se había caído uno de los edificios y
luego los demás. (Fight-or-flight response, le dicen, mi sistema
parasimpático engendrado en cadenero de sonidos porque a mi antro sólo entró la
nitidez de las voces a mi alrededor, pero ningún ruido ambiental.) Las calles,
como todos, seguían en shock cuando avanzamos, y el semáforo tuerto, viéndome
con una pestaña destartalada como mi ánimo, chocaba todavía con las chispas que
corrían por las ruinas que hasta hacía segundos eran cables de luz. Tres veces
rogué que no nos cayeran encima, las tres veces que crucé las calles hasta
llegar a donde el pilar de mi vida me dijo, tras el camellón, las palabras que me
unieron al cachito de alma que traía suspendida: mi bebita estaba bien, mi mamá
también. Lloré cuando la vi llorando y nos abrazamos. Y, mientras intentamos
inútilmente saber de los otros amores, arranqué hacia mi departamento para subir los 4
pisos y gritarle a Ceci que saliera conmigo: pero no he lavado las mamilas de
la nena, me respondió y sonreímos cuando la abracé mientras cerrábamos el gas y
las ganas de seguir en el edificio. No es que no estemos acostumbrados a los
temblores; es frecuente decirnos quésustos en medio de alguna banqueta, o de
afirmar que el de en turno había estado muy fuerte. Ese mediodía, allí afuera
donde estaban casi todos mis vecinos y las gotas de las macetas desvencijadas
en los balcones repiqueteaban en los nervios, nadie lo dijo, no hacía falta
obviarnos tanto. Se cayó un edificio en Concepción, pasó gritando una vecina
mientras el otro, temblando, nos decía que había derrumbes en Gabriel. Con el
nudo en la garganta y los ojos vidriosos sólo pude repetir lo que acababa de
escuchar en la radio: el epicentro fue en Morelos, por eso no avisó la alarma,
carajo. ¡Carajo!
Batallamos un rato para abrir la puerta y, una vez adentro, abrazamos a
Lourdes que barría la mezcla de cristales, vidrios, adornos y retazos de yeso
hechos miedo. No pudo salir de la casa, sólo sintió la polvareda de las paredes
internas del edificio contiguo y rezó y se aferró a un muro y esperó a que
alguien llegara. Y, por puro privilegio, así lo hicimos, todos. Antes de las 2
ya estábamos completos, porque esta historia terrible no es nuestra y me da
pena llorar cuando la tragedia te toca lejos estando tan cerca. Tan, tan cerca.
Tan inmediata que no puedo ni imaginar qué habrá sentido cuando la escalera del
edificio, donde estaba en una junta, empezó a soltar de sí; cuando caminó por
la Condesa y la Roma hasta que no pudo más y corrió por Medellín, minutos antes
de que se viniera abajo un edificio que ya olía a gas; cuando vio cómo sacaban
a una bebé de la edad de su hija, casi inconsciente con una herida en la
frente; cuando vio el edificio que ya no era, y el alboroto y el no saber y la
angustia de nosotros; y al día siguiente, como recuerdo de lo que pudo haber
sido y por suerte no fue, encontrar en su cabeza remanentes del cemento de
algún escalón. El último en llegar, desde Patriotismo, había tenido suerte de
que un taxi medio lo acercara, pero aún así vio y le bastó para echar a volar
sus pesadillas y las piernas. Pocas veces nos hemos sentido tan injustamente afortunados
porque la desdicha estaba alrededor de nosotros sin tocarnos. Poco podíamos
hacer, me ofusqué por media hora intentando llamar al 911 o a los bomberos
porque la vecina del edifico de al lado se había quedado atorada; llegaron
avanzada la tarde y pudieron mover el librero y las puertas que la tenían
encerrada. ¿Qué más? ¿Vaciar despensas, armar comidas, cafés? ¿Preguntar en el
albergue de debajo de mi casa, pasar información? Se movió la tierra, abuelito,
dictaminó el nieto de mi papá en cuanto lo vio. Sí, tembló, mi niñito, le
respondió mi papá. ¿Tembló? ¿De miedo? Y nos reímos porque era eso o volvernos
locos.
El despertar de la gente, parecían gritar todos esperanzados, emulando a
la bondad que nos surgió por la misma tragedia 32 años antes. Pero además los
contrastes. El temblor, quizás, movió también lo mejor y lo peor de quienes lo
vivieron. No habían pasado ni dos horas del horror, y los albañiles de la obra
de enfrente ya habían regresado a seguir trabajando; nada de sensibilidad de
sus patrones: la avaricia de las inmobiliarias conjugada con la
irresponsabilidad de las autoridades que se contaban al por mayor en su presencia
pero no en su acción. Les tomó diez días después del sismo detener la obra
mezquina del edificio del otro lado; diez días durante los cuales, vamos, ni
pensar que los empresarios inmobiliarios sugirieran enviar a su gente con sus
palas a menos de 300 metros para rescatar a otros, no, ellos siguieron
martillando, trayendo camiones pesadísimos de cemento y materiales a una
manzana donde, ahora se sabe, van a tener que demoler, al menos, dos edificios.
Contrastes, contrastes. Al día siguiente, simplemente porque estábamos en zona bajo
resguardo militar, fuimos visitados por muchos para ver si nos encontrábamos
bien. Empezaba el mediodía cuando cuatro estudiantes de arquitectura de la UNAM
trajeron su juicio voluntario y nos dieron paz: a un muro colindante con un
cuarto, un clóset y un baño, el susto le sacó una arrugota de casi 2 metros de
largo en 45 grados, y a nosotros las ganas de llorar cada que la vemos. No es
estructural, nos consolaron de entrada y dictaminaron explicaciones
preliminares mientras jugaban con los niños. A 6 kilómetros de allí, trabajadores de CFE se negaban a reestablecer el
servicio de luz en el negocio si no pagábamos para los chescos más caros de la
historia de la humanidad. Contrastes, contrastes, contrastes. Esa noche, también, mientras todavía había vida entre
los escombros a dos cuadras de mi casa y no se podía pasar de tanto voluntario,
vi a un diputado salir con sus maletas, huyendo de la zona de riesgo,
ausentándose, quizás como su conciencia. Y la amiga que estudió hace veinte
años en el Colegio Rébsamen, reiterándome que sí, que a ella no le cuesta creer
todo lo malo que se dice sobre la codicia de la dueña. Entonces lloré de coraje
por la existencia invisible de la cachetada con guante blanco porque, si ella,
o él u otros políticos, o empresarios inhumanos, o ladrones que robaron
pertenencias de los edificios abatidos, o criminales que frente a los edificios
caídos aprovecharon el tráfico para robar a mano armada, o jefes prepotentes e
inflexibles con quienes no tenían dónde dejar a sus hijos, o superiores en hospitales
que regañaron la empatía de la doctora que publicó en redes sociales el deseo
del paciente desesperado por saber de su familia, hubieran estado enterrados,
seguro habrían abundado manos destrozadas para sacarlos, e inmediatamente me
reconcilié con la vida porque sí, con eso prefiero quedarme: con los brazos que
cargaron losas y no maletas de vacaciones.
Un sismo interplaca, nos explicarían después, ermitaño y no muy común,
pero antes de saberlo y sin consultarles yo nos refugié en casa de mis papás:
la palabra réplica me hacia ibid en
la cabeza y hacía dos semanas habíamos padecido el temblor de la noche en el
cuarto piso y la verdad es que gracias, pero no gracias. Y allí estuvimos 2
noches a la luz de las velas esperando mareados, tratando de dormir, escuchando
las intermitencias de las ambulancias, de los helicópteros, de los vidrios
barridos y, sobre todo, del crujido de los escombros mezclados con nuestros
miedos. La tercera noche regresamos al departamento. ¿Oíste eso?, me preguntó.
¿Fueron aplausos, verdad? Le dije y nos asomamos al desierto de edificios que
nos dividían de las dos manzanas del horror. Ojalá, pensamos, rogando porque
siguieran sacando gente viva de las ruinas de sus hogares. Esa noche, por fin,
pudimos dormir. No quise, no pude ver imágenes de nada los primeros días;
bastante me valía con saber que instantáneamente se habían derrumbado por completo 8 edificios
en menos de 700 metros radiales de mi vida diaria, y había cientos más en
ruinas, suficiente con salir a la calle. Y entonces, involuntariamente, vi una
publicación grosera del antes y después en donde ése estaba en primer lugar. ¿Cuántas
veces habré subido ese elevador? El primer departamento del primer matrimonio
de mi amiga de la que fui dama exclusiva en su boda. Conocer el lugar tan de
cerca, saber que en otra dimensión pude haber sido yo y el sinsentido este del
narcisismo conversacional que también les metió culpa a mis llantos porque ésta
no fue mi tragedia. Por mucho que las imágenes me indicaran que esto les había
pegado muy de cerca a mis recuerdos, a mi historia; aunque mi prima no podrá regresar siquiera a sacar sus cosas del edificio que tendrán que demoler, o que su hermano y su familia quién sabe cuándo puedan volver a su casa pues se les metieron a las ventanas las paredes de uno de los pisos del edificio de atrás; por más que Google Maps me
rebote el 286 de Álvaro Obregón justo atrás del edificio donde pasé el primer
lustro de mi vida. No, éste no ha sido nuestro drama y ante eso sólo queda
agradecer y rogar por quienes sí tienen por qué llorar, por los padres, por los
hijos, por los deudos de aquí, y también por los de allá donde de por sí.
Pero igual, en mero afán catártico, necesito decir que me duele mi
burbuja, que detesto ver que está prohibido el paso por ser zona de riesgo. El perímetro
Condesa-Narvarte-Del Valle en gran medida ha definido quién soy y no es broma
cuando digo que siento cariño por mis calles, por estas tres colonias donde he
vivido, a donde he traído a vivir a mis hijos y de donde no me quiero ir. Estos
tres barrios que sufrieron tanto con este temblor, que lo siguen padeciendo y cuya
desolación se nos respira en la cara. He vivido en otras ciudades, pero aquí,
con todo y todo, tengo mi ancla y cuando hablo de estas tres las siento casi
como si fueran un familiar, y tal vez. En la Condesa, por ejemplo, están mis
primeros cinco años de vida y todas las tardes de mi infancia; están mis
sábados familiares y los fines de bares; allí aprendí a nadar, a patinar, a
tomar café. Estaba Don Hilario con nuestras bicicletas listas para ir a visitar
a la tortuga del parque y darles de comer a los patos. La Condesa me sabe a
michelada, a arroz con leche y a canción porque no puedo sino asociarla con las
manos de mis abuelas enhebrándonos historias y felicidad. ¡Cómo no voy a adorar
a la Condesa si mucho antes de hacerse hippie, fresa, cool o hípster, era mi
moda! Siempre lo ha sido. Y ni qué decir de mis otras dos que son una. Respiro
sus olores a tortillería, a estética, a tintorería y a gimnasios desproporcionados;
en estas más de tres décadas que he vivido mis colonias, he visto a las
tienditas de la esquina hacerse cafés y a las papelerías transformadas en Oxxos;
a las casas de los abuelos de mis amigos convertidas en edificios de 6
pisos con roof garden y a los carriles de las calles reducirse a
bolarditos. Aquí, en esta parte tan entrañable del planeta, aprendí a leer y a hacer amigos. Y yo no me quiero ir. El éxodo a mi alrededor
es abrumador, pero yo no me quiero ir. Por eso también he llorado estas
desdichas adyacentes, aunque no me pertenezcan. Por eso, y porque tenemos al ejército y a la Marina afuera de casa; y el polvo en todos
lados, y el ardor de ojos, y los mocos y la tos y las molestias idiotas que no
hacen sino recordarnos el desamparo de al lado.
E incluso con todo lo malo yo no me quiero ir; he vivido aquí, más en
carne ajena que en propia -pero algo también- los horrores que muchos en esta
ciudad; y he padecido casi todos los temblores en estos borradores de un lago
prehistórico, como este que, para mí que viví también aquí el ‘85, es el que se
ha sentido peor, quizás porque en el otro era una niña y ahora soy yo quien
tiene niños. La explicación me ha rebotado en ironías: mi maestro de Física en
la secundaria quedó huérfano en el primer 19S. Él fue quien nos
enseñó los conceptos que ahora revolucionan a los medios de comunicación y a mi
mente olvidadiza porque, nos dicen, el de hace 32 años fue de más magnitud (energía
liberada en el epicentro), pero la intensidad (la propagación de esta energía
en el subsuelo) de éste, debido a la aceleración que se sintió, fue mayor,
explicó la UNAM; eso, aunado en algunos casos a la corrupción desidia de
las autoridades que ha fomentado permitido una explotación desmedida del
subsuelo ocasionó que los edificios viejos claudicaran; la caída de los nuevos
de plano sí nada más la explica la mezquindad. El meollo del asunto, reclaman
los expertos, es que seguirá temblando y que, si se siguieran los reglamentos
de construcción y si se respetara una planeación decente de las ciudades, no
tendría por qué morir gente. Se aplaude el que, 30 años, no, menos, 32 años después, exista el
concepto de protección civil, de simulacro y demás; pero el nuevo 19S nos dejó
muchas tareas, como la de exigir que no se siga sobrexplotando el subsuelo,
como la proscripción del uso de tacones o calzado que impida un desalojo
rápido, o el control ciudadano en la administración de recursos de
reconstrucción (El movimiento Nosotrxs trae una propuesta interesantísima para la creación de un Fondo Único). Deseo con todo mi futuro que estos desastres no sólo sean
calamidad sino factores que contribuyan a acelerar el desarrollo del espíritu
democrático que venimos soñando, porque nada será normal de nuevo y vivir en
pirámides que no se caigan no es opción. Tenemos mucho que aprender todavía y
por eso espero que tu nombre, Enrique Rébsamen, siga siendo recordado como ejemplo
educativo y no como catástrofe.