miércoles, diciembre 15, 2004

Gallinas y epazotes

Mediados de julio. Se trataba del viaje de despedida de mis hermanos pues la ñoñez anda ruda y se me fueron a estudiar sus doctorados, bien acá. De repente a varios de nosotros nos dio por sentirnos mal. Según los nativos y nuestras conciencias era por culpa de los bichos; que si el agua; que si algo que habíamos comido; que si estábamos débiles. Alguna voz misericordiosa se levantó para decirnos que los bichitos de la panza se combaten con té de epazote. El dolor era tal que lo que fuera se agradecía, aunque pareciera un conjuro extraño porque al parecer la tradición es tomarse el té sin olerlo. Las teorías al respecto dicen que si lo hueles, los bichos al reconocer el olor buscaban otro sitio para esconderse (tal vez el brazo, una pierna o el cerebro, no sé) pues ya traen los genes que les avisan que esa planta los mata; otras simplemente se enfocan en hacerle el feo al olor y dicen que por autocompasión es mejor echarse el trago sin olerlo (tipo de hidalgo). La verdad es que yo me sentía tan mal que cualquier teoría me funcionaba y todo lo creía. Así me la pasé durante días desayunando y cenando mi “delicioso” té de epazote pues dentro de mis conocimientos médicos (evidentemente nulos) yo tenía un zoológico en el estómago.
Llevábamos 6 días en la playa -que anteriormente yo recordaba como “virginalmente paradisíaca”- y el plan era permanecer todavía 14 días más para cumplir la meta de los 20. Como muchos de nosotros estábamos auto-recetados con el té de epazote, teníamos que ir al único restaurante que lo proporcionaba. Por azares del destino, ese día me tocó sentarme en la cabecera de la mesa, una mesa como con 8 personas. Ya nos habían traído nuestra jarrita de té y todos esperábamos que se enfriara un poco para dar el hidalgazo al mismo tiempo, ya más que un remedio se había convertido en una costumbre donde todos revisábamos que ninguno lo oliera porque de lo contrario perdía.
Seguramente alguien estaba contando algo interesante, pero mi atención estaba fija en esa gallina. El animal había estado merodeando por el local un buen rato e incluso se había subido a una silla y posteriormente a la mesa de al lado. En un principio me había causado mucha gracia su agilidad y cinismo pues se movía con la mayor de las confianzas sobre la mesa. Dejé de prestarle atención pues ya se había enfriado el té de epazote y era mi turno para tomarlo. Me estaba llevando la taza a la boca cuando miré de reojo y como en una escena de película barata y en cámara lenta, la gallina voló desde la mesa de al lado, aproximadamente a dos metros de distancia de nosotros, y se posó desesperadamente sobre mis hombros. No sólo fue desagradable la sensación de las garritas en mi cuello y mis hombros -porque en la playa por lo general no se estila ir muy vestido- sino que la descarada se dedicó a picotearme la cabeza. El bicho estaba tan afianzado que a pesar de levantarme y tratar de quitármela dándole golpes y gritos, no se iba. Supongo que no pasó más de un minuto en lo que logré aventarla, pero en mi propia desesperación el recuerdo se hizo eterno. Mis cínicos “amigos” no podían reaccionar de la risa que los estaba matando, risa que por cierto se les fue de la cara a mis hermanos en el momento en el que logré deshacerme de la gallina y ésta quedó colocada en mi silla, quedándole de un lado el gringo del pueblo elotero (tendiente a la calabaza y a la berenjena) y del otro el norteño que se hace el sufrido en el asfalto madrileño. Sólo escuché: “¡Ay wey, ahora me está viendo a mí!” Ambos estaban a punto de correr cuando alguien del restaurante los salvó porque se la llevó al local vecino donde pertenecía y no a la cocina donde con mi enojo yo la quería.
Sigo sin saber por qué la gallina decidió atacarme de esa manera, no sé qué fue lo que la hizo odiarme. Tal vez ella también creía que tenía bichos en la panza y quería té de epazote; o le molestó que la estuviera viendo, pero juro que no fui la única, otros confesaron haberla estado observando también; pudo haber sido que le molestó mi color de cabello porque el suyo vaya que estaba feo, de hecho después lo analicé y no es por ardida, pero de verdad se parecía al de la antagonista que me cae tan mal, de hecho ya hemos creado el nuevo color de tinte “rojo-gallina” en honor a ambas; no sé, tal vez le indignó mi perfume porque he de aceptarlo, pocos, pero hay a quienes Anaïs no les causa la emoción que a mí; o en una de esas con todos los pollos que me he comido en la vida, alguno era pariente suyo y lo trató de vengar. Después como para darme ánimos, mis amigos risueños decían que lo que pasaba era que la gallina tenía tendencias lésbicas y se había enamorado de mí y por eso me había “montado”, está bien, eso lo puedo entender, pero que quede claro que a mí eso del sexo zoofílico y violento con piquetones en la cabeza proporcionados por un animal con un color de pelo igual al del otro bicho ese que se hace llamar mujer, no me parece tan sexy.

5 comentarios:

diablito dijo...

jajaja, con solo acordarme, que risa!!!
Por cierto, el ataque no ha de haber durado más de 5 seg. (si eso es un minuto para ti que triste vida te espera). Y recuerdas cuál fue la consecuencia de tanto tecito?

Ana Lucía dijo...

Maldita gallina, seguro ya se la comieron en un caldito, je!!!
Las consecuencias por el lado positivo fueron cinco kilos menos y un estómago completamente plano durante varios meses (tal vez sea momento de regresar al té), por el lado negativo mejor ni me acuerdo... mugre playa innombrable, pero bueno, al menos a mí no me asaltaron, jajajajaja

Alexa dijo...

Jajaja, ay Analupe, me acorde cuando nos contaste, la version escrita es igual de graciosa que la oral. Pobrecilla, che gallina rara.

Anónimo dijo...

para mi susa que eso te paso x estar coqueteandole, q simpatica situacion solo de imaginarte me da mucha risa.
gaby

Anónimo dijo...

Ana Lu:

Hace unos días, estuve pensando en que deberías escribir esta historia, que bueno que la escribiste, justo cuando te lo iba a comentar.

La verdad la gallina, era bastante amigable, y sólo queria participar en la plática. Recuerdo tus gritos de desesperación por quitartela de encima.

Creo que no era el Anais-Anais, sabes que ese olor lo conozco de toda la vida y lo podría reconocer a kilómetos. Ese viaje todos oliamos a chivo, casi no nos bañabamos. Quizás era un gallina alcohólica y te olio a chupe.

Perdón, sabes que de no ser por el ataque de risa que me dio, yo mismo te la hubiera quitado.

Lo mejor de todo, es que siempre recordaremos ese viaje aunque el lugar sea inombrable. Sobretodo recordaremos aquellos desayunos y tardes estilo ingles con un buen te de epazote. La verdad ha sido uno de mis mejores viajes.

Por cierto el stitch se va a enojar con esa foto publicada sin autorización, recuerda que es capaz de destrozar cualquier ciudad, y no querrás que sea esta.

Atte.
Ña