martes, julio 11, 2006

Más allá del mar habrá un lugar...

La ropa cambió. Yo cambié. Mis pantiprotectores cambiaron.

¿Madrid cambió?...

Antes yo era una escuincla ñoña, fresa y teta, parece irónico, pero yo padecía todo aquello al triple que hoy y eso ya dice bastante. ¡Dios! Qué ñoña y teta era. Por eso aquél año fue clave, fue la primera transición severa de mi vida, el cambio más fuerte junto con el que sufrí después del diagnóstico. No sólo se modificó mi cuerpo haciéndome gordita (choby pa’ los generosos), y cómo no, entre bocatas de serrano, tapas y calimotxo hubiera sido un milagro que me entraran mis pantalones, como el día en el que entre lagrimitas de desesperación terminé gritándole a la mami ayuda para que, mientras yo me recostaba boca arriba en la cama, ella subiera el zipper de los jeans hasta que fue inútil y ya con ataques de risas, la señora -como buena mamá- dio la solución perfecta ante la crisis: “ponte los pants (el chandal) y vamos a comprarte otro pantalón porque esto es grasa que ni con veinte laxantes”.
En Madrid no sólo engordé, también comprendí que en la diferencia todos somos iguales, y tal vez porque allí yo era “la diferente” me di cuenta de lo necesario que es pertenecer. Ese año cambié mis paradigmas al ver la nacionalidad como un sustantivo de documentación y no de identidad y al ver que todo es relativo en la nimiedad y todos somos iguales en la esencia; siempre me han parecido sinsentidos las frases tipo ciudadano del mundo, pero definitivamente a los 16 entendí que tenía culturalmente mucho más en común con mis amigos españoles que con mis connacionales indígenas, y me di varias cachetadas mentales; por primera vez -a más de 9000 km de México- me enfrenté a la vergüenza de saberme integrante de un país en donde las diferencias sociales son groseramente marcadas y conocí una sociedad que no es perfecta, pero sí más pareja y no es ni por malinchista, ni por nacionalista, simplemente por humanidad que creo que deberíamos aprender las cosas buenas de otros lugares y dejar la xenofobia para otra mala copa (y ya de eso se ha tenido bastante con Alemania)
El punto es que entre el ’96 y el ‘97 salí de mi burbujita y me sentí libre, eso es lo que más añoro y agradezco. Porque cayendo en planito entendí la libertad. Y el concepto incluyó al hecho de poder llegar sola en metro a las tantas de la madrugada; y a mi primera borrachera en la que terminé hablando con la del espejo del pasillo y riéndome porque creo que Ana regañaba a Lucía en su más puro madrileño-chilangueado: “jo, tía, traes un pedo que te k-gas, colega”. O el viaje de generación a Italia, con tantas anécdotas y promesas, como la que hicimos en el baño del cuarto en Venecia entre el humo del talego... y ya sabíamos que los buenos deseos se quedarían en ilusiones: el próximo año se cumple el plazo.
En esa época yo traía demasiados rollos mentales (suficiente con mis desprendimientos de prejuicios y mi crush con el Ché) como para enrollarme o para pensar en chicos, y por eso recuerdo la primera vez que me enfrenté a defenderme del tío salido que insistía: “¿qué pasa si te doy un beso?” (¡qué morro!), “pues nada, ¿qué pasa si te doy un golpe en los h%&$os?”, y se reía, “en serio, ¿qué pasa si te doy un beso?”, “pues en serio, ¿qué pasa si te doy un golpe...?”, y no me creyó y le dolió. Y a mí me dolió despedirme de mis amigos, sabía que no iba a volver a ver a muchos y fue un adiós que lloré más allá de las 11 horas de regreso desde el aeropuerto sin soltar al único peluche que sobrevive en mi cama: Qalimotxo; pero al final la vida me ha premiado porque confundí el adiós con el típico hasta luego madrileño: ‘talogo...
Por eso cada que pienso en viajar es Madrid a donde quiero regresar, y en esta ocasión, como siempre, fui víctima de la calidez entre los gritos que de primera impresión aterran al grado de que un día a punto estuve de llorar en un restaurante porque el mesero me había hablado golpeao y es que entre tanta exageración de porfavorcitos mexicanos uno se raya en el extremo.
Hace nueve años me despedí por primera vez; sentí el vacío como cuando cortas con alguien, pero la ciudad me ha recibido con los brazos abiertos las dos veces que he regresado. Tenía cuatro años de no ir y, a pesar de que ¿Ruiz Gallarón? se ha dedicado a mantener el orden en obra pública, el encanto persiste. No sé qué me guste más, si la gente o la marcha; las tapas o las cañas; el Retiro o Sol; las Cibeles o el Prado; la mezcla de todo o la amalgama de mis tiempos y mis historias, no lo sé, ¡no te jode! Y qué más da si al llegar agosto vaya, vaya, allá no haya playa, aquello es un ardid y yo estoy loca por irme a Madrid...
Madrid sigue igual, pero es diferente: el nivel de vida en general ha mejorado, la gente exige más y eso es un síntoma de que las necesidades primarias -e incluso secundarias- han sido resueltas; ahora existe la tristemente célebre banda delincuencial de los Latins; los chinos no sólo tienen chiringuitos de alimentos y frutos secos, ahora se les encuentra en las calles a las tantas de la madrugada vendiendo litronas de celveza o tallalines al más puro estilo de los tacos del Chupacabras.
Eso sí, el metro sigue igual de verdaderamente subterráneo. Y a diferencia de sus eternas escaleras, quienes sí han cambiado son mis amigos; la primera vez que los dejé tenían la angustia de la Selectividad y de qué estudiarían; en el 2002 sus problemas empezaban a girar en torno al curro (ya todos trabajadores, qué tal); ahora muchos han empeñado sus próximos 25 años con créditos de vivienda, y de bodas ni hablamos porque la epidemia de amor cruza fronteras (puuf, y no quiero imaginármelos en medio de pañales la próxima vez que vaya).
¡Qué fuerte! En los noventas salíamos por los Bajos de Argüelles e íbamos a botellones en Malasaña, Tribunal o el Retiro; a principios de siglo ya era más Alonso Martínez, y ahora los pocos que salen lo hacen por Avenida Brasil y Torre Europa, los más -que son los demás- aplican fiestuki en sus pisos, relajadamente guay. Pero siempre me quedo feliz después de verlos y a pesar de que es imposible contar tantos años en tan pocos días, la amistad continúa, y estos reencuentros sirven para saber de quién coños hablo o de qué voy (Ana dixit). Y pues nada, como me dijo Yeri, (hasta este momento no me queda claro si el comentario fue del todo positivo) “Jo, Luci, no sabía cuánto te echaba de menos hasta ahora que te veo”, y sí, yo también los echo mucho de menos y sé que si me pongo bohemia podría hasta llorar con una canción de Celtas Cortos que conocí a su lado -como gafe- y es que “hoy no queda casi nadie de los de antes, y los que hay han cambiado”. Y es cierto, Alice, Luis Miguel miente porque la distancia no es el olvido... Po’ sí, pos’eso, po’ nada, po’ vale: gracias de nuevo y es verdad, el tiempo nunca es suficiente.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué onda Sis,

Me gustó muchísimo este escrito ya que yo también lo viví. Ahora que estoy en Madrid después de seis años de no haber venido reafirmo que es mi ciudad perfecta. Me da mucho gusto que te la hayas pasado bien por acá (yo también me la he pasado super guay!!).

Sigue escribiendo cosas así que hacen que vengan buenos recuerdos.

Saludos

El Vic Bro

Anónimo dijo...

pues nada analu q te la has pasado guay del paraguay, y pues nada q aca te exrañabamos un mogollon pero vale, una vueltita por Madrid nunca se desprecia, y mira q seguro andabas como las motos tia! bueno pues nada, q ojala puedas volver pronto a la madre patria pero nunca olvides los corazoncitos mexicanos q laten a 1000 por ti.
besos

Anónimo dijo...

Lleguè a esta pàgina por esas cosas de la vida... Y sí, creo que algunos estamos hechos para vivir sin fronteras...
Me gustó mucho que lo escribiste.

Saludos desde Buenos Aires!!!