martes, agosto 16, 2005

Meritócratas

Oye ¿y cómo fue que tu mujer te dejó venir a tomar el cafecín conmigo? No me dejó. ¿Cómo crees, entonces qué haces aquí? Pues dije que tenía una junta. Horrible te das cuenta de que me acabas de aumentar un complejo, ahora voy a estar traumada por sentirme casa chica sin tener ni remotamente privilegios de capillita, ¡te pasas!
Habíamos quedado de vernos a las 6:30, pero esta ciudad y yo tenemos un conflicto de ubicación y de retención de datos, así que es muy común que me pierda y llegue tarde a todos lados después de gastar millones en celular: ya me perdí, ¿dijiste vuelta al tercer semáforo?, ¿enfrente de cuál panadería?, no se ve el nombre de la calle, sólo veo muchos arbolitos y un coche rojo enfrente de mí, ¿es buena referencia? Sí, el concepto de despiste va más allá de mi descripción. Fue un milagro que se me apareciera el valet del Starbucks a quien simplemente le iba a preguntar si sabía dónde demonios estaba el Starbucks y a las 7:15 ya estaba sentada en la mesa tomando el Moka que el Horrible me había pedido media hora antes.
Cuando yo todavía iba por la vida dando exclusivas de mejores amigos, él era MI mejor amigo; nuestros planes de vida se fueron haciendo cada vez más diferentes y con los años dejamos de vernos tanto; eso sí, cuando lo hacíamos parecía que el tiempo no había pasado. Es de esas personas con las que hay una conexión mental medio rara y con una mirada me puedo sentir regañada, felicitada o completamente estúpida. Casóse hace seis meses (la reseña aquí, aquí y aquí), tiempo que llevábamos sin vernos. A la semana de matrimonio me llamó para decirme la maravilla que era estar casado, una luna de miel tan dulce que empalagaba y blablablá; a los dos minutos no pude seguir aguantando la risa manchada (de amiga casi hombre): te la estás pasando súper mal, llevas una semana de casado y está del carajo, a mí no me engañas. Casi me cuelga el teléfono como casi llorando aceptó que tenía razón ahora-qué-hago. Pues te friegas y ya ni modo, compadre, mínimo dos años, digo.
Ahora que lo vi, lo vi muy bien, tanto que hasta me dio gusto que se hubiera casado. Al parecer los tres primeros meses fueron fatídicos, de aventarse platos y toda la cosa, pero la madurez llegó a los 90 días, cuando ambos se resignaron a las manías del otro. Es más, ahora sí le creí cuando me dijo que estos seis meses habían resultado su mejor terapia de auto-conocimiento porque no sólo estaba tratando de lidiar con las mañas que él sabía que tenía desde chiquito, sino que además ella le ha hecho ver otras muchas más que ni en su peor mala copa creyó poseer (no, yo nunca ronco). Aún así mi concepto de matrimonio feliz no involucraría inventarme juntas para poder ver a mi-mejor-amigo. F l o j e r a, pero cada quien.
El primer café se acabó antes de que llegáramos al nuevo trabajo que tiene; otra ronda para los dos. Total que para las 11 de la noche la conversación ya había pasado por el resumen de la vida de los demás, que si Fulanitos se casaron y que Sutanito se va para Madrid y Menganita pa’ Alemania y güiri-güiri à la Chapoy hasta terminar discutiendo de etiquetas: que no soy BoBo, me gusta más visualizarme como una nueva burguesa ilustrada; no, cómo crees, él para que veas sí es súper meritócrata. Uno realmente no tiene idea de la cantidad de frivolidades y de temas debatibles que puede llegar a discutir con un publicista. Por supuesto salí deprimidísima después de recibir un análisis de mercado de mi causa y ya me vi solteronísima a los 35, en mi loft de la Condesa tratando de dejar de fumar desde hace una década, toda una party girl acabada y con vestigios de Bridget Jones resignada. Ah, pero eso sí, así como en el Starbucks, los pisos de mi baño no serán de mármol (demasiado ostentoso), la piedra caliza siempre le va a dar un toque BoBo del que según él no soy capaz de esconderme... Lo bueno es que es uno de mis mejores amigos.

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