lunes, mayo 23, 2005

La casa de los suspiros

Who the hell te esté haciendo vudú neta ya hay que ponerle un alto, vamos al mercado de Sonora si no te animas a ir hasta Catemaco. Amiguita esotérica hablaba por el teléfono mientras yo tenía la mente en stand by, y era mejor tenerla así porque estaba enojada, deprimida, cansada, harta, pero sobre todo muy triste. Ella seguía haciendo el recuento de los últimos meses de mi vida “es que en serio, primero lo de él, luego tu abuelito, comienzas el año con el diagnóstico de tu enfermedad, lo de tu tía, Zelda y ahora esto... ya es personal” y yo no aguanté y tuve que colgar para esconderme en el baño a gritarle internamente a Dios o a quien me escuchara que no se valía, que no era justo que en menos de 24 horas nos hubiera dejado ver morir a dos seres tan queridos, y la segunda muerte se consagra como la que más me ha dolido porque sé que, aparte de que mi abuelita era todo un personaje y una gran mujer, el día a día me va a llevar a extrañarla en todo, y la sufro al doble cuando veo a mi mamá, a mi papá y a mi tía tristes. Y por estúpida me quedé más estúpida; no quise llorar como haciéndome la fuerte para ser un apoyo para los papis y por no hacerlo soy la única a la que no le ha caído el veinte.
El jueves había creído que el trato se estaba cumpliendo, pero no me daba cuenta de que sólo lo pactó una parte y que así no funcionan estas cosas (“si tienes que llevarte a alguien que sea a Zeldi, pero a mi abuelita no, por favor, todavía no”). A mediodía nos despedimos de la Zel y cuando llegamos en la tarde al hospital, la buena noticia de la ventanita de la posible recuperación después de tres semanas se abría. El viernes en la mañana decidí que yo llevaría a la mami y a tía a la visita pues la primera estaba muy mal como para manejar y la segunda como para hacer cualquier cosa; al llegar, los doctores pidieron que todos los presentes entráramos a una sala: la mami, mis cuatro tíos, prima y yo. Perdimos la batalla y en cuanto autoricen será cuestión de minutos. Se autorizó hasta mediodía, cuando logramos localizar a nietos e hijos políticos y yo regresara de casa de abuelita con los papeles necesarios. Tuvimos permiso especial en el hospital y estuvimos todos con ella hasta el final. Primito y yo sólo veíamos los aparatos del cardio que nunca cambiaron porque el marcapasos nos hizo la travesura y fue el doctor quien se acercó al cuarto a decir lo que sigo sin creer.
Ya no está aquí. No lo creí cuando la abracé; cuando en el funeral me acerqué al féretro a dejarle la rosa; no lo creí tampoco cuando veía a todo el mundo llorar, cuando estaba consolando a primitita que me adoptó y me seguía como sombra, como si realmente yo supiera qué hacer; cuando salió el pésame en la tele me negué a creerlo aún después de escuchar y leer su nombre y lo sigo haciendo cuando veo las esquelas de los periódicos; el sábado que estuvo casi toda la familia en su casa yo me negaba a creer que ella no estaba con nosotros y ayer que era domingo me negué a creer que no había venido a comer como siempre lo hacía; hoy, como bofetada de buenos días, nuestro conductor preferido -de abuelita y mío- también lo dijo y yo ahora sí lloré mucho pero porque todos están mal, no se ha ido, no se pudo haber ido, aunque los suspiros me traicionan al confirmar la etapa de resignación que dará paso al recuerdo...